Como es sabido, la penúltima boutade precocinada que acaba de salir del microondas ideológico de La Moncloa es la vindicación retrospectiva de los afrancesados, forzada pose estetizante con la que el PSOE pretende instalarse en la equidistancia moral entre los patriotas de1808 y los serviles de todo tiempo, lugar y condición. De ahí que estos días no haya tonto del culo que se precie que no se nos declare ferviente afrancesado.
Pero lo peor de todo ese asunto del mal francés es que la epidemia resulta ser real. Y es que si algo provee de algún contenido más o menos tangible a las erráticas señas de identidad de la izquierda posmarxista es precisamente eso: el retorno a lo francés en el peor sentido del término, que ya es decir. O sea, a Joseph de Maistre y su muy celebrado doctrinarismo reaccionario, el mismo que izó la mística de lo gregario como eficacísimo muro de contención frente a los valores individualistas de la Ilustración. Al cabo, si bien se mira, la almendra filosófica del zapaterismo empieza y termina ahí: en la izquierda escupiendo sobre sus viejas raíces igualitarias, ilustradas y universalistas, y abrazando al peor de sus enemigos históricos, la carcundia putrefacta del corporativismo medievalizante.
En un rapto de lucidez, lo constataba la semana pasada Francesc de Carreras en su columna de La Vanguardia: "¡Los seres humanos! ¡Qué tiempos aquellos! ¡Los derechos del hombre y del ciudadano, la libertad y la igualdad de las personas, 1789! ¿Recuerdan? Ahora ya no existen los seres humanos: se han deconstruido. Ahora existen hombres y mujeres, menores y mayores, aragoneses y catalanes, vascos y vascas, homosexuales y heterosexuales. El hombre, el individuo a secas, ha desaparecido de nuestro panorama político."
Claro que lo han desaparecido. Pues, en verdad, el flautista de Hamelín que guía a la nueva izquierda en su viaje a ninguna parte no es ese minúsculo Pettit que pasean por los cursos de verano de El Escorial, sino el gran De Maistre. "No hay hombres en el mundo. Durante mi vida he visto a franceses, italianos, rusos, etcétera; sé incluso, gracias a Montesquieu, que se puede ser persa; pero en cuanto al hombre, declaro no haberlo encontrado nunca; si existe, mi ignorancia sobre tal hecho es total". ¿Acaso conoce el lector a algún genuino progresista, de ésos que consideran delitos de lesa posmodernidad el trasvase del Ebro o la mera hipótesis del bilingüismo en Cataluña y sus colonias ultramarinas, que no esté dispuesto a suscribir esa muy francesa confesión del padre intelectual de todos los fascismos?
Pues eso, que vivan las caenas.