Mariano Rajoy ya tiene equipo de confianza. El mismo día en que Eduardo Zaplana anunciaba su retiro de la política activa para desempeñar la delegación de Telefónica en la Unión Europea, el Partido Popular ha hecho público el reparto de portavocías en el Congreso de los Diputados. La salida de Zaplana constituye una importante pérdida para el Grupo Popular. Hombre experimentado y con una hoja de servicios impecable, las buenas maneras y el carácter combativo del ex portavoz parlamentario vendrían en estos momentos de perlas a un partido que se encuentra inmerso en una grave crisis de identidad.
Con Zaplana alejado del escenario principal hasta el punto de que ha renunciado a su escaño, Rajoy ha tenido libertad absoluta para dotarse de un equipo propio que poco o nada deba al pasado. Amagando cierta continuidad con Federico Trillo, Ignacio Astarloa o Andrés Ayala repitiendo en el cargo, la cara parlamentaria del PP ha sufrido un importante cambio. De mano de Soraya Sáenz de Santamaría, que ha tenido la humorada de ofrecer a la histórica Ana Torme un cargo menor, estrenan cargo dos rutilantes estrellas del nuevo modo de entender la oposición que Rajoy ha alumbrado tras perder las elecciones.
Beatriz Rodríguez Salmones, la ex portavoz de Cultura, célebre por haber defendido el disparatado canon digital contra viento, marea y, lo peor, contra la posición de su propio partido, pasa a ser portavoz de Defensa. Bonita manera de premiar a una diputada que no ha hecho más que sembrar la discordia y que no figura entre las más populares del hemiciclo. José María Lassalle, por su parte, se hará cargo de Cultura. Lassalle, diputado desde 2004, que se labró un nombre en base a repetir hasta la saciedad que él era liberal, ha dado sobradas muestras de lealtad rayana con lo perruno. A estas alturas ya no es un secreto para nadie que en el nuevo PP que Rajoy está pariendo la obediencia paga.
Pero, más que las presencias, lo que llama la atención son las ausencias. Juan Costa, ex ministro de Aznar y responsable del programa electoral en las pasadas elecciones, se ha quedado fuera. Manuel Pizarro ha hecho lo propio. El número dos por Madrid, presentado a bombo y platillo por Mariano Rajoy durante la campaña como necesaria mano derecha del líder, ha pasado de serlo todo a desvanecerse en un escaño sin más cometido que el de votar.
Las razones por las que Rajoy ha dado la espalda a Pizarro y, con él, a buena parte del partido, no son tan misteriosas como parece. Amarrado a la poltrona, mediocre en las formas y en el fondo y perdedor por duplicado, Mariano Rajoy ha eliminado cuidadosamente todo lo que pudiese hacerle sombra o comprometer su liderazgo. El congreso en el que aspira a legitimarse como presidente del partido está cerca, de ahí que sus necesidades pasen por rodearse de un gabinete personal no muy brillante pero de fidelidad contrastada. Prefiere, en una palabra, disfrazar su condición de tuerto en el país de los ciegos que verse obligado a superar sus limitaciones con un equipo maduro, preparado y listo para dar la batalla de la oposición en el Parlamento.