A juzgar por la comprensión del Gobierno hacia ciertos casos de prácticas médicas irregulares, y en especial hacia los abusos cometidos en las clínicas abortistas del doctor Morín, no parece que en el catálogo de derechos socialistas figure el de protección de la salud, consagrado en el artículo 43 de la Constitución, y que no es más que una extensión del derecho fundamental a la vida. Defender la autonomía del paciente y la confidencialidad de sus datos cuando al mismo tiempo se condonan comportamientos irresponsables e ilegales que ponen en grave riesgo su vida es, cuanto menos, una hipocresía y una grave imprudencia.
Las últimas informaciones aparecidas sobre el funcionamiento del negocio del doctor Morín, acusado de delitos de aborto y de asociación para delinquir, son ciertamente sobrecogedoras. Según se desprende del sumario, Ginemedex, la empresa del polémico facultativo encarcelado en 1998 por practicar abortos ilegales, no sólo demostraba un desprecio absoluto por la ley, sino que además poseía una red de captación de clientas para la realización de abortos ilegales a través de locutorios, congresos médicos e incluso regalos a otros médicos y centros de planificación familiar.
Resulta llamativo que ni la Fiscalía General del Estado ni la Consejería de Salud de la Generalidad de Cataluña tomasen medidas contra Morín pese a que las denuncias comenzaron en octubre de 2004, cuando el periódico dominical británico The Sunday Telegraph publicó las primeras evidencias sobre Ginemedex. Un caso de dejación por el que hasta ahora ninguna de las administraciones públicas implicadas ha dado explicaciones a los ciudadanos.
Por si esto fuera poco, también hemos sabido que las condiciones higiénicas de las clínicas de Morín dejaban mucho que desear, y que ni siquiera su personal contaba con la formación adecuada para llevar a cabo las intervenciones realizadas en los citados centros. De nuevo, es preocupante que, tras la visita de octubre de 2004, las autoridades sanitarias catalanas no registraran nada anormal en el funcionamiento de esta auténtica factoría de abortos, cuyos detalles (trituradoras, un médico infectado con el VIH) más bien parecen sacados de una historia de terror que de la vida real, que en este caso supera cualquier ficción.
A este respecto, la actitud del Gobierno, más interesado en blindar estas clínicas contra las inspecciones y las reclamaciones que en garantizar una mínima protección a sus usuarias y en hacer cumplir la ley, resulta difícil de entender. Ni la invocación del derecho a la privacidad ni el discurso falsamente progresista –recordemos que varios países de Europa solicitaron en vano a España que actuara– ocultan lo que cada día parece más evidente: la legalización de hecho del aborto libre a costa de cualesquier otra consideración legal o moral, incluyendo la seguridad de los pacientes. Más que crear nuevos derechos, Rodríguez Zapatero debería defender los ya existentes.