Somos muchos los que durante meses hemos dicho que estas elecciones no eran unas elecciones corrientes. Nos hemos desgañitado advirtiendo de cuánto nos jugábamos en ellas. Para no entorpecer la victoria, hemos perdonado una tras otra las incoherencias en las que los dirigentes del PP han estado cayendo durante toda la legislatura. Miles nos hemos multiplicado haciendo campaña entre familiares y conocidos para convencerles de la importancia de votar a Rajoy el domingo pasado. Pues bien, los dirigentes del partido van, pierden por casi la misma diferencia de escaños que en 2004 y dicen que el resultado ha sido magnífico y se felicitan una y otra vez por ello.
No sé dónde está la gracia. El día nueve, los españoles entregamos nuevamente nuestra patria a un individuo que, al margen de escribir extrategia, considera que el concepto de nación es "discutido y discutible", negocia con terroristas, miente, alinea a nuestro país con las dictaduras de izquierdas y enfrenta a los españoles con estatutos insolidarios. Calificar su victoria de desastre sería una ñoñería: constituye un cataclismo.
Las sonrisas que nos llevan regalando los líderes del PP desde su derrota son un grave insulto a sus militantes, electores y simpatizantes. Aquella aciaga noche, Rajoy debería haber salido al balcón de Génova con el gesto sombrío y anunciar su derrota con el tono lúgubre que la ocasión merecía por lo que significará para España. En vez de eso, nos comunicó el "magnífico" resultado obtenido y, horas más tarde, su propósito de volver a intentarlo en 2012, eso sí, con un equipo que será por fin el suyo. Así pues, se ha perdido, pero no pasa nada.
Hemos aguantado que los dirigentes del PP aprobaran los estatutos de Valencia y Andalucía con artículos idénticos al vilipendiado estatuto catalán; les hemos escuchado que la autoría islamista del 11-M estuvo clara desde dos días después del atentado cuando aún hoy no sabemos quién lo planeó y ordenó; hemos asistido a la zigzagueante postura del partido respecto al canon digital; hemos aguantado a un PP nacionalista en Cataluña casi toda la legislatura; hemos soportado durante años los desdenes y desprecios de Ruiz Gallardón y se nos ha obligado a votarle como alcalde de Madrid para que los populares obtuvieran un buen resultado en el cómputo global de las municipales. No sólo hemos tenido que cargar con esto, sino que además la mayoría lo hemos hecho sin rechistar para no poner en peligro una victoria que sentimos necesaria e indispensable.
Y ahora, resulta que lo que no pudo ser hoy será en 2012. Y lo será a base de hacerse nacionalista en Cataluña, País Vasco y Galicia, convertirse al socialismo en Andalucía, prometer con la boca chica el trasvase en Valencia y Murcia, dejar que Madrid siga embelesado con Esperanza y presentarse en el resto de España como el más gallardonita de los gallardones.
La derrota ya no tiene remedio, pero al menos los líderes que nos han conducido hasta ella podrían enlutarse y desterrar de su rostro esa estúpida sonrisa que no se les cae de la cara desde la noche del día nueve.
Y, lo más importante, si se van a dejar seducir por la tentación de emprender una especie de nuevo viaje al centro (que ya tendrá que ser al centro izquierda, porque en el centro hace mucho que estamos), no deberían olvidar que no hay un caso en la Historia en que la oposición haya ganado unas elecciones defendiendo las mismas ideas que el Gobierno.