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Jorge Vilches

Dar una lección a la derecha

Da la impresión de que esos frentepopulistas estarían encantados si las elecciones fueran a la soviética, con una sola lista, la de los buenos.

La izquierda zapaterina y los nacionalistas coinciden, una vez más, en el centro estratégico y dialéctico de su campaña electoral. El incentivo para su votante es, dicen, dar una lección a la derecha. ¿Una lección de qué? La respuesta es bien sencilla. La derecha no comprende que la democracia es patrimonio exclusivo de ese nuevo frentepopulismo. En consecuencia, la derecha debe ser derrotada el 9-M para que se dé cuenta de que su presencia, ideas y comportamiento son ilegítimos.

Psicopatologías aparte, ¿de dónde procede este planteamiento? La izquierda española ha hecho gala históricamente de una superioridad moral. En su imaginario colectivo, los socialistas se creen en hilo directo con la Ilustración y la Enciclopedia, por lo que en sus filas siempre habrían militado los más señalados hombres de la cultura. La izquierda es la Luz, frente a la derecha que es la Oscuridad, la España negra. De aquí su empeño, no solamente mediático y de interés crematístico, en rodearse siempre de una corte de "gente de la cultura".

Esa superioridad moral se basa, también, en la conveniente apropiación del viejo discurso del republicanismo clásico que unía la defensa de la libertad con la virtud cívica. Los socialistas se han presentado como los únicos defensores de las libertades, frente a una derecha a la que le cuesta aceptar las reglas de la democracia. En consecuencia, los izquierdistas eran y son entes morales, portadores de esas virtudes que les confieren legitimidad.

Para esto ha sido preciso controlar el discurso histórico. Es decir, los socialistas han sabido trasmitir a la sociedad su interpretación de la Historia de España, visible en la utilización del lenguaje cotidiano o en la imagen popular de determinados políticos o acontecimientos. Ese cuento historiográfico les carga de argumentos, les justifica. Es fácil, por ejemplo, oír a Zapatero espetar iracundo un "Ya era hora de que en este país...", y que luego hable de cualquier medida política corriente.

Además, los socialistas en su nivel zapaterino han adornado la superioridad moral con el buenismo. Prueba de ello son, por ejemplo, la demagogia en la cuestión de los inmigrantes, el discurso que acompañó al "proceso de paz" o la Alianza de Civilizaciones. Lo que les importa es la imagen, las intenciones, como en el caso de la violencia contra las mujeres: la única propuesta electoral del PSOE es reunir una conferencia de presidentes autonómicos.

En suma, la presencia del PP en la vida política española vendría a ser un ejemplo de la tolerancia de la izquierda; siempre y cuando se conduzca según las normas marcadas por los socialistas, que son los auténticos intérpretes y representantes de la voluntad general. "Somos más", dice el eslogan del PSOE en esta campaña electoral.

Lo chusco acaba cuando la superioridad moral se la atribuyen los nacionalistas etnolingüísticos, esos arcaizantes que pueblan la geografía política. Porque su supuesta superioridad se basa en considerar que el buen hombre es el nacionalista, y que esta toma de conciencia identitaria les confiere una categoría humana superior y, por tanto, les legitima para tener el poder, hablar en nombre de "su nación" y cumplir su destino en lo universal. El buen vasco, catalán, gallego es, en consecuencia, el que vota a un partido nacionalista y arrincona al enemigo, a la derecha, dándole una lección al PP. Da la impresión de que esos frentepopulistas estarían encantados si las elecciones fueran a la soviética, con una sola lista, la de los buenos. Esto sí sería una lección.

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