Parece que el bachiller de bachilleres, José Montilla, sentenció ayer en medio de un aquelarre doctrinal de socialistas vascos que España se le antoja nación de naciones. Vaya usted a saber, igual su almuerzo preferido es el conejo de conejos acompañado de una generosa guarnición de patatas de patatas. O tal vez, cuando se levanta de la cama, corre a recluir los pies dentro de unos calcetines de calcetines. En fin, cada loco con su tema de temas.
El problema es que el orate en cuestión no resulta ser el de la colina, sino un muy honorable ex ministro del Reino, amén de miembro de pleno derecho del Comité Federal del PSOE. Ergo, cuando así aberra en público el compañero, no habla por boca de ganso –o no sólo–, sino que ha de contar con la aquiescencia expresa de su discutido y discutible señor. He ahí, en la versión más chusca, la única que se compadece con las tenues luces del personaje, el retrato virado en sepia de la gran paradoja terminal de los socialistas, tanto de los catalanes como de los no catalanes.
Y es que no se cansan de jurar y perjurar que ellos no son nacionalistas; no, qué va. Pero, en su práctica política cotidiana, jamás dejan de compartir todos y cada uno de los delirios personales e intransferibles de los nacionalistas. Desconcertante contradicción de la que únicamente cabe inferir dos conclusiones racionales. A saber. O los que se proclaman nacionalistas, en realidad, ni lo son ni nunca lo han sido. O, segunda y última posibilidad, habrá que conceder que los socialistas han dejado de ser socialistas, arrojando discretamente su secular carné de identidad ideológico a eso que antes de probar la lubina al horno de hornos en el gran festín soberanista de las tribus íberas llamaban el basurero de la Historia.
Por lo demás, es lástima que en el barrunto filosófico de Montilla falle la menor, que no la mayor. Más que nada, porque Cataluña, qué le vamos a hacer, no es una nación. Y eso, a pesar de lo que digan incluso quienes predican que las naciones no existen. Que igual yerran, pues haberlas haylas: las crean los Estados. Ocurre que únicamente son ellos, los Estados, quienes incuban en sus muy reglamentado vientres a las naciones, y no al revés. De ahí que los sagrados rasgos que los nacionalismos románticos –como todos los que hoy parasitan el futuro de España– atribuyen a sus icarias imaginarias no sean más que proyecciones sesgadas del pasado, simples rapiñas selectivas de la memoria dirigidas por un orden político tan real como interesado.
No, companys, Cataluña no es una nación. Sin embargo, podría llegar a serlo más pronto que tarde, incluso antes de que el mismo Montilla aprenda a hablar decentemente en lemosín. Al cabo, todo dependerá de que el resto de los españoles permitamos que el PSC asiente los cimientos secesionistas de ese estadito estatutario que le acaba de regalar Z. Sólo de eso.