Faltan quince días para las elecciones generales y ya han recurrido a la algarada callejera. Muy mal se tienen que ver en el Gobierno para quemar este cartucho tan rápido. En el 2004 emplearon esta estrategia después de los atentados del 11 de marzo. Ahora han adelantado los plazos, quizá porque son conscientes de estar en caída libre.
Este viernes se ha vuelto a producir un nuevo intento de agresión. En esta ocasión ha sido contra los consejeros de Presidencia y de Sanidad de la Comunidad de Madrid mientras visitaban el Hospital de Parla. Gritos, empujones, banderas republicanas y reproches contra el PP. Es el cuarto altercado que se registra en una semana, y todos ellos con el objetivo común de destruir toda oposición política, demoler todo aquello que se aleje del pensamiento único. Pero en estos momentos esta artimaña no hace sino delatar a un Gobierno nervioso y consciente de sus muchas limitaciones.
Ya se ha dicho antes, es verdad, pero volver a insistir en este asunto no es ser repetitivo, porque se trata de algo a lo que no nos podemos acostumbrar, que no podemos dejar pasar por más que empiece a resultar habitual. Estamos ante una ofensiva en toda la regla contra la oposición. Se alimentan actitudes extremistas, se aplauden las posiciones más radicales y se reabren viejas heridas. Es la búsqueda desesperada del voto radical, de la extrema izquierda que votó a Zapatero el 14-M pero que previsiblemente se quede en casa en esta ocasión. Con estas algaradas se quiere devolver a la calle el ambiente de aquellos días de 2004.
El PSOE ha apretado el acelerador, pero no tienen tiempo para cambiar las tendencias de los votantes. Zapatero cae y Rajoy sube. Han desistido de tomar la iniciativa, renunciando a marcar el paso de la campaña, algo que en principio debería ser sencillo para un partido que está en el Gobierno. Como alternativa, han optado por lanzarse al monte y seguir la estrategia de la revuelta callejera. Una decisión que, una vez tomada, ya no tiene marcha atrás.