Si el monopolio gubernamental de la cultura es un rasgo totalitario, pretenderlo es demanda totalitaria. El Gobierno que no corrige su desviación y cultiva las ventajas del, digamos, monopolio cultural en construcción es un peligro para la libertad. En realidad, todos los gobiernos socialistas de la democracia han avanzado por ese camino.
Han llegando tan lejos como les han permitido las restricciones de una sociedad abierta imperfecta como la española. Disponemos, sí, de mecanismos jurídico-políticos para protegernos de las intromisiones públicas. Pero ni los responsables de tales mecanismos han cumplido siempre su papel ni la disposición de los afectados a valerse de ellos ha sido la regla. Para plantarse ante los abusos, las coacciones y las presiones de un sector como el cultural –penetrado, invadido y teledirigido por quienes han ocupado el gobierno trece años sobre treinta y uno– hay que tenerlos muy bien puestos.
En el período Aznar, el sector cultural se protegió, se encastilló, hizo valer su dudosa superioridad moral y, finalmente, operó como baluarte en la preparación de la vuelta de los suyos. Siguieron estrictamente las pautas, por mucho que el PP mantuviera prebendas, regalara poderes y aguantara impasible los furibundos ataques del sector. Así en aquella gala de los Goya que fue punto de inflexión en la política nacional.
No es imprescindible que el artista individual comparta la ideología dominante. Sólo se le pide que no falle cuando se desata calculadamente el enfrentamiento. ¿Es Concha Velasco una artista de izquierdas? Ni de izquierdas ni de derechas, pero posee suficiente experiencia para saber lo que se espera de ella; comprende hasta qué punto aceptar o negarse a colaborar en una campaña de apoyo a Z supone la bendición o la condena. Como profesional se ha de ganar la vida, y su manera de no meterse en política es meterse en política hasta las cejas. Ayer promocionando campañas franquistas (¡Contamos contigo!), hoy dibujando una ceja con el índice.
No necesita el Gobierno forzar las tuercas de un control que ya posee cuando existe un demiurgo que ejerce de policía paralela, asoma su cachiporra semipública en la red, se arroga competencias judiciales y alienta la delación, la definitiva complicidad del ciudadano, en busca del perfecto sometimiento, de la culminación totalitaria.