¿Por qué la violencia política ha quedado como patrimonio mayoritario de la izquierda y de los nacionalistas? Me refiero a actos violentos premeditados, orquestados a nivel nacional, con un objetivo político concreto: la desaparición pública del adversario. No se trata de un fenómeno surgido en las últimas semanas, ni siquiera es el resultado de esta campaña electoral, como José Blanco ha manifestado con una evidente irresponsabilidad.
Esa violencia procede del cuestionamiento de la legitimidad del Estado surgido de la Constitución de 1978, del desprecio a sus fundamentos, tanto a los funcionales como a los ideológicos. Esa violencia proviene, además, no de los que añoran el régimen anterior, la dictadura franquista, sino precisamente de los que han nacido y se han educado en democracia. He aquí el problema.
Los violentos sostienen que la Monarquía constitucional y parlamentaria es la continuación del franquismo, de ahí el latiguillo ignorante de llamar "fascista" a todo lo que se mueve. Para los nacionalistas el Estado diseñado en 1978 no es legítimo porque fortalece el "centralismo españolista", "oprime" a las naciones periféricas, y niega el "derecho de autodeterminación". Para los izquierdistas tampoco es legítimo porque consideran que a la muerte de Franco se continuó con el mismo "orden social burgués de dominación", y que el capitalismo no es democrático, ni que las instituciones constituidas por sufragio universal sean representativas.
Esto es especialmente triste, porque lo esperable en una democracia con más de treinta años es que los conflictos se dirimieran a través del debate de ideas, con la lógica, las urnas y el razonamiento. De la misma manera que sería presumible que la violencia política fuera algo impremeditado, indiscriminado y esporádico, no organizado, continuo, y focalizado en la derecha y en los "traidores" a la izquierda.
El origen de esta violencia es el entorno sociopolítico y cultural, que la ha conferido legitimidad moral siempre que sea hacia determinadas ideas y contra sus representantes. Las décadas de formación de jóvenes en el victimismo nacionalista y el izquierdismo tosco –revestido ahora de multiculturalismo y antiglobalización– han dado su fruto. En el fondo de esa violencia está ese discurso que inunda foros políticos, educativos, culturales y mediáticos, que entiende la democracia como el gobierno de "los nuestros" y el capitalismo como un foco perverso de injusticias. Es esa dialéctica que demoniza al adversario y hace llamamientos para sacarle de la vida pública. Porque el mensaje simple y basto que se transmite es que el adversario es el principio de los males y el obstáculo a superar, convirtiendo las acciones contra él en un servicio a la nación oprimida o a la clase obrera.
Es una violencia, por otro lado, que carece de frenos morales, que es fría, impersonal, inhumana. Porque los agresores creen que los agredidos provocan con sus ideas, su presencia, y hasta su existencia –"¡Ojala te mate ETA!", le decía una descerebrada a María San Gil–. Es más, es que las víctimas buscan la agresión, dicen, para presentarse como mártires. El grito de los que intentaron boicotear la conferencia de Rosa Díez es muy elocuente: "Democracia dónde, terrorista quién". No hay desenfoque mayor. Aún así, lo más despreciable y peligroso es el espectador que justifica, que entiende, que sonríe; ese que un buen día te dice: "Es que se lo merecía".