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Charles Krauthammer

Progres, racismo y justicia poética

La analogía que Clinton estaba dando a entender era obvia: yo soy Lyndon Johnson, el personaje sin atractivo que hace las cosas; él es Martin Luther King, el soñador carismático. Si quiere resultados, vóteme a mí.

El sueño del doctor Martin Luther King comenzó a cumplirse cuando el presidente Lyndon Johnson aprobó la Ley de Derechos Civiles de 1964... se necesitó de un presidente para hacerlo realidad.

Hillary Clinton, 7 de enero

Eso fue lo que dijo. Y se abrió la caja de los truenos. El notable estallido de sensibilidades raciales y acusaciones de racismo estuvo falto de coherencia, no obstante, porque la discusión tuvo más que ver con la historia que con lo que era verdaderamente ofensivo: la analogía implícita con el momento actual.

La principal objeción era que Clinton parecía estar faltando al respeto a Martin Luther King Jr., relegándole a un mero colaborador de Lyndon Johnson. Pero es verdad que Johnson fue el gran emancipador, sólo por detrás de Abraham Lincoln. Fue debido a los tiempos. King luchaba por los derechos de los negros. Pero hasta que los tuvieran, la ley de derechos civiles sólo podía ser promulgada por un presidente blanco (y un Congreso blanco).

Eso no rebaja a Luther King. Hace que su logro sea aún más milagroso: lograr que su pueblo, oprimido, tuviera un papel permanente en el sistema, habiendo empezado sin bazas políticas con las que jugar.

En mi opinión, el verdadero problema con el comentario de Clinton es la analogía histórica implícita: que la posición subordinada que King ocupaba con respecto a Johnson, función de la discriminación del momento, necesita ser recuperada ahora cuando ya no existen las circunstancias que obligaron a que así fuera.

La analogía que Clinton estaba dando a entender era obvia: yo soy Lyndon Johnson, el personaje sin atractivo que hace las cosas; él es Martin Luther King, el soñador carismático. Si quiere resultados, vóteme a mí.

Hace 40 años, ese arreglo –presidente blanco que lleva a la realidad los sueños afroamericanos– fue necesario porque la discriminación negaba a los negros sus propias opciones políticas autónomas. Pero hoy, ese arreglo –progres blancos que sirven como portavoces de los negros a cambio de su lealtad política– es un anacronismo degradante. De esto es de lo que iba el enfado con Hillary, aunque nadie esté dispuesto a decirlo explícitamente.

La analogía King-Johnson está muerta porque los tiempos son radicalmente distintos. Hoy un afroamericano puede estar en posición de usar la pluma de la emancipación, y todo lo demás que viene con la presidencia: desde la política exterior a alquilar el dormitorio Lincoln (si así le viene en gana). ¿Por qué deben pasar los sueños afroamericanos por los blancos progres?

Clinton está sin duda sorprendida de que una simple discusión sobre experiencia frente a crear ilusiones se convierta en los cimientos de una acusación de insensibilidad racial. Está sorprendida de que el uso mismo de "cuento de hadas" en referencia a la posición de Obama a propósito de Irak sea tomado como señal de insensibilidad, o que cualquier referencia a su consumo de drogas confeso cuando era adolescente se preste inmediatamente a insinuaciones raciales.

¿Pero de dónde, pregunto, proceden tales posturas sinceras y/o estudiadas de sentirse ofendido por motivos raciales? De una campaña de corrección política de una década de duración promulgada por una alianza de progres blancos y el estamento negro de los derechos civiles, decidida a deslegitimar y marginar como racista cualquier crítica a su programa político posterior a la era de los derechos civiles.

Cualquiera que haya expresado alguna vez un argumento razonado en contra de la discriminación positiva sólo para ser acusado de racismo sabe exactamente cómo funcionan estas tácticas. O cualquiera que se haya limitado a oponerse a uno de los puntos más recientes de esa agenda política –la legislación de los delitos de odio– por considerar que el asesinato es asesinato y que las leyes contra ello son tan venerables como severas. ¿Recuerda ese calumnioso anuncio publicado por la NAACP antes de las elecciones del 2000 que da a entender que a George Bush no le importaba el asesinato de un negro a manos de racistas blancos en Texas sólo porque no apoyó la legislación de los crímenes de odio?

La nación ya se ha acostumbrado al uso de la baza racial, pero "nuestro primer presidente negro" (Toni Morrison sobre Bill Clinton) y su consorte no están acostumbrados a que se juegue en su contra.

Bill está molesto con Obama. Como reveló inadvertidamente a Charlie Rose, no tiene nada que ver con raza, y todo que ver con derechos. Él había estudiado presentarse en 1988, le confesó a Charlie, pero decidió esperar. Demasiado joven, no estaba listo. (Un relato sospechosamente conveniente, muy clintoniano; pero eso es harina de otro costal.) Ahora es el turno de Hillary. La presidencia es su deuda con ella –la última moda en compensaciones maritales– y este joven advenedizo rehúsa hacerse a un lado.

Pero decir a Obama que espere su turno es asunto peliagudo. Suena a condescendencia y paternalismo, despertando el tipo de protestas raciales que los progres blancos han dedicado medio siglo a promover, sólo para encontrarse ahora con que el tiro les sale por la culata, para su gran disgusto público.

¿Quién dice que no hay justicia en este mundo?

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