Llevamos varios años hablando de ellas con profusión: LinkedIn, Xing, Orkut, MySpace, Facebook, Friendster... aplicaciones destinadas a formalizar sobre la red en una base de datos más o menos sofisticada ese mapa de relaciones personales o profesionales del que podemos recordar de memoria sus primeros niveles, a nuestros amigos directos, pero en el que nos resulta imposible llegar dos niveles más allá, a los amigos de nuestros amigos, o luchar contra el constante y creciente problema de la desactualización.
Las redes sociales tienen propuestas de valor indudables, fáciles de entender, y se apoyan en sistemas de difusión en los que la viralidad alcanza su máxima expresión: ¿vas a decirle que no a ese amigo que te está pidiendo que lo enlaces en la red, o incluso a esa persona de quien no te acuerdas bien pero que afirma que te conoce? En un país en el que nadie reconoce no recordar a otra persona cuando se la encuentra por la calle, lo normal es que todos hayamos acabado con perfiles creados en toda aquella red que se precie, y conectados con muchas más personas de las que realmente podemos recordar.
Para terminar de liar el tema, algunas redes sociales empezaron a proponerse para un papel diferente: si al principio se planteaban como un soporte para determinadas actividades que, por lo general, ocurrían fuera de la red –bien fuese buscar trabajo, localizar a una persona para hablar con ella, encontrar a tu amigo de la infancia o incluso ligar–, algunas como MySpace o Facebook empezaron a ofrecer actividades dentro de la propia red, desde el mero intercambio de saludos y mensajes hasta saber qué música estabas escuchando, qué películas habías visto y si te habían gustado o no o dónde estarías en un momento determinado. Para abastecer ese creciente mercado de necesidades inventadas y por inventar, las redes sociales empezaron a competir por ser lo más abiertas posible, para así permitir que un número lo más elevado posible de creadores de aplicaciones pudiesen ofrecer éstas dentro de las redes sociales, al abrigo del contexto de relaciones que proporcionaban.
MySpace fue la primera en permitir un importante nivel de personalización y la inclusión de determinados módulos propios en las páginas de los usuarios, pero en mayo de 2007 Facebook anunció la disponibilidad de toda una plataforma de desarrollo de aplicaciones, y comenzó una trayectoria de brutal crecimiento que no ha concluido todavía. Se abrió una especie de competición por ser "la red más abierta": al movimiento original de Facebook respondió Google, arropado por casi todo el resto de competidores, con Open Social, una plataforma que permitía a los programadores de aplicaciones ofrecer éstas dentro de cualquier red social acogida al estándar, generando así un espacio con muchos más usuarios y en el que programar en el conocido estándar HTML, en lugar de hacerlo en el propietario FBML de Facebook.
El resultado de tanta apertura y tanta profusión de aplicaciones, favorecido por las propias redes sociales para así mejorar el tiempo de estancia y las páginas vistas por los usuarios, ha sido, como mínimo, agridulce: por un lado, una cantidad importante de personas tienen hoy un perfil detallado de su vida y actividades en una red social, pero para un número cada vez más elevado de estas personas, la atención que dichas redes demandan empieza a resultar claramente excesiva. Una cosa es tener en tu red a un montón de amigos, conocidos y no tan conocidos, y otra muy distinta tener un paroxismo diario de invitaciones a causas, peluches virtuales, abrazos de oso y mordiscos de vampiro. Una cosa es actualizar tu teléfono móvil, tu domicilio o tu cargo en una red social, y otra hacerlo en cinco o seis. No hay más que echar un vistazo a los fríos datos: el 64% de los usuarios de Facebook pertenecen también a MySpace, y porcentajes similares se repiten a lo largo de las bases de usuarios de las redes sociales más populares. A esto hay que añadirle una eficiencia publicitaria más que discutible: los usuarios no están, cuando se acercan a la red social, en ningún tipo de search mood o buying mood (comportamiento de búsqueda o de compra), lo que les convierte en poco proclives a hacer clic en unos anuncios que, por tanto, deben venderse a precios inferiores derivados no del impacto de los clics, sino de su mera visualización, suponiendo que los usuarios lleguen a verlos en lugar de acabar desarrollando una especie de "ceguera selectiva".
El futuro inmediato, ante la situación de inflación de redes sociales, podría venir de los denominados "agregadores de redes sociales": sitios que ofrecen la posibilidad de gestionar nuestro perfil social, la información que queremos ofrecer de nosotros mismos, y mantener dicha información actualizada en todas las redes que acepten ese estándar. Pero por supuesto, este tipo de prestaciones suponen una amenaza para los modelos de negocio de determinadas redes sociales, basados en la obtención de un nivel de atención que tal vez esté al alcance de jóvenes con mucho tiempo, pero muy alejados de las posibilidades del profesional con un determinado nivel de actividad. La facilidad de envío y reenvío de todo tipo de cosas en las redes sociales, unida a la arraigada costumbre de añadir a tu red a casi todo aquel que te lo pide, nos ha llevado a una desaparición de su significado: no es que tu amigo se acuerde de ti, es que simplemente alguien ha apretado el botón y ha resultado que estabas en su red extendida. ¿Significado real? Poco menos que ninguno.
Claramente, las redes sociales ofrecen prestaciones que pueden resultar interesantes, pero viven un momento de acusada hiperinflación. El hombre es un ser social, pero parece que el modelo de futuro puede ir más por algo cercano al individualismo en red –cada persona gestiona su perfil y lo "ofrece" en determinadas condiciones a determinadas redes, personas o motores de búsqueda– que a la actual "promiscuidad" y al "todos somos amigos de todos". Tras un par de años de euforia, llega el momento de la racionalización.