Todas las dudas e interrogantes que se abrieron tras el doble asesinato de Capbreton han quedado aclarados tras la sesión parlamentaria del martes, en la que el Gobierno en pleno desapareció de la cámara para evitar enfrentarse, al menos presencialmente, con la moción del Partido Popular que perseguía poner fin a la negociación con la ETA encallaba en la mayoría del PSOE y sus socios. Esta es la dolorosa realidad. Ni el atentado de la T-4 en plena "tregua" ni las muertes de Centeno y Trapero han conseguido mover la inextinguible voluntad de Zapatero de entenderse con los terroristas.
Las cartas, por fin al descubierto para todos los jugadores, ponen a cada uno en su sitio. A los populares en el que han ocupado toda la legislatura oponiéndose con firmeza al chantaje etarra; a los socios del Ejecutivo en el de comparsas activas de una política errada y derrotista; y, finalmente, al Gobierno y su partido en el de principales valedores del peor modo de perpetuar un problema o, visto desde otro ángulo, del mejor modo de entregar en bandeja de plata la dignidad nacional a una banda de criminales.
Lo que Ignacio Astarloa defendió en el Parlamento no era dar un excéntrico giro a la política antiterrorista, sino devolverla a su cauce natural, el de la Ley y la determinación inquebrantable de derrotar a la ETA para siempre. El Gobierno quiere, en definitiva, seguir negociando con la banda con el único condicionante de que ésta muestre algunas señales. Señales cuya naturaleza es, por lo demás, desconocida. Y no sólo eso: a pesar del ruido que Conde Pumpido ha armado en las dos últimas semanas, ni Zapatero ni ninguno de los que le acompañan en su singladura por el poder desea ver a ANV-PCTV fuera de la Ley. Lo cual viene a demostrar que las presuntas gestiones del Fiscal General del Estado no eran más que simple teatro con el que salvar la cara los días posteriores al atentado.
A poco menos de tres meses del final de la legislatura ha quedado meridianamente claro cuál era el punto fundamental e irrenunciable del programa Zapatero. Pero no del electoral, ese que estaba a la vista de todos durante la campaña de 2004, sino de un programa secreto que sólo se desveló trascurridos varios meses desde su llegada a Moncloa. Zapatero ocultó concienzudamente a su propio electorado cuáles eran sus verdaderas intenciones y cuál sería su empeño primordial si salía elegido presidente del Gobierno. Traicionados sus votantes tras una campaña mediática mareante, que incluía, cómo no, la inmisericorde laminación de los que se oponían a sus designios, Zapatero se concentró en culminar un plan fantasioso e inmoral que le ha terminado saliendo rana.
La ETA no quiere negociar, no quiere más diálogo que el impuesto por la fuerza de las armas, y ahí están los cuatro muertos del último año como prueba indeleble. Pero Zapatero no ceja, sigue en su empeño de rematar un proceso condenado al fracaso en el que, a modo de rehenes, nos ha embarcado a todos los españoles. Porque, a fin de cuentas, si él negocia, negociamos todos.