El uso indebido de palabras con un significado que no es el suyo original no sólo ha existido siempre, sino que constituye una de las bases de formación de nuevas lenguas a partir de otras anteriores, por las evoluciones semánticas que introduce en los vocablos. Las causas son múltiples: una, frecuentísima, la ignorancia (¿quién no tiene una vecina que diga "cláusulas fluorescentes" por "cápsulas efervescentes"?); otra, intencionalidades de índole varia, entre las cuales la política, la simplificación o la pereza al hablar, por no molestarse buscando los términos adecuados, suelen ser las más repetidas.
Ya va rato que la voz "fascista" perdió su significado histórico (o éste quedó arrumbado en un rincón) y en la actualidad se utiliza de manera indiscriminada y caótica, dirigida como insulto a cualquiera que lleve la contraria, que mantenga una opinión discrepante de los balidos del rebaño, o que exprese una duda, por tenue que sea, en torno al discurso políticamente correcto del momento. En otras épocas, hereje, liberal, masón o rojo cumplieron esa función descalificadora previa a todo argumento. Argumento que, por lo general, no llega nunca.
También es cierto que el mimetismo y la tendencia de la inmensa mayoría de los periodistas –es decir, quienes controlan las formas de expresión en los medios de comunicación, mal por término medio– a la vagancia y a la reproducción de clichés elementales, al alcance de sus entendederas, ha favorecido el uso y abuso absurdo –sin fines de estilismo literario– de palabras o frases cuyo sentido no encaja en lo que se está diciendo. Pero, para colmo de males, el oyente o el lector lo entienden más o menos porque ya se les ha habituado a semejantes códigos. Nuestro objetivo no es hacer aquí un estudio de Semántica, nos conformamos con la pésima utilización política subyacente, que no es manca.
Hace años, el doctor Carrillo (por la UAM) lo dejó meridianamente claro: sabemos muy bien cómo usar la voz "fascista", apartándonos de "disquisiciones académicas" sobre su significación histórica. Al decir " académica" cargaba todo el lastre despectivo que ustedes gusten imaginar: de aquélla, no soñaba que sus compadres le iban a investir con birrete, muceta, toga y lo que caiga y, en resumidas cuentas, este es el país donde lo mismo da osho que oshenta.
Y así andamos, rodeados de energúmenos cuyo comportamiento es un calco de las salvajadas de las S.A. nazis o los escuadristas del Fascio italiano, energúmenos sin alfabetizar que espetan a todo lo que les incomoda o quieren exterminar el apelativo de "fascista". Omito la lista de ejemplos, por sabida, de personas ponderadas y discretas que intentan transmitir una opinión o una información y llegan estos bestias a impedirles hablar –con éxito frecuentemente, gracias a la inopia o la complicidad de los llamados poderes públicos– entre gritos de "fascista, fascista". La cosa ha adquirido tales tintes surrealistas que hasta el tal Carod-Rovira (o como se llame) recibe tan cariñoso denuesto, pero no de sus víctimas los españoles catalanes, sino de su izquierda radical. Por cierto, "izquierda" también es otro término que debe ponerse en cuarentena, por su vaciamiento semántico, pero no en este artículo.
Por descontado, socialistas, comunistas, anarquistas también se llevan su quiñón, según quien sea el berreante. Tal vez decirlo del PNV, la ETA, CIU, BNG y otros similares tendría un fundamento ideológico y político, aunque bien distinto de las motivaciones de los chillones habituales. Sin embargo, los más agredidos con la palabra son, por razones obvias, los políticos y no políticos "de derechas" (nadie parece percatarse de que el PNV, por ejemplo, entra más en esa clasificación que el PP, pero como separatista resulta ungido con la santa virtud del progresismo). Todos fascistas.
A nadie importa que entre los distintos partidos y regímenes totalitarios englobados en el fascismo de los años 20,30 y 40 hubiera, a veces, notables diferencias de línea, oportunidad, ideología o actuación política concreta. Un solo caso palmario: el paganismo pangermánico, artificial y folklórico que se inventó Himmler y que, amén de hacer reír a Hitler, chocaba de frente con los católicos alemanes incluso afiliados al NSDAP, se daba de patadas con la misma fe católica de Falange Española, sin ir más lejos. Podríamos multiplicar las verbigracias en puntos cruciales y, no obstante, periodistas y políticos se saltan cualquier salvedad y beben juntos del mismo pilón: fascistas. Y punto.
Como consecuencia, para definir o describir a un determinado tipo de vándalos se dice que tienen "estética nazi", si bien su coincidencia con lo aludido no va mucho más allá del rapado parietal, que gastaba el mentado Himmler, y el uso de botas (yo mismo uso más botas que zapatos, por comodidad: ¿será nazi mi estética?). Del contenido –que sospecho escaso y simplista– de los caletres de estos neonazis sobrevenidos no se dice nunca nada, ya por no haber mucho que decir, ya porque el informador no tiene ni idea de las ideologías de unos y otros. O por ambas causas. Pero peor es aun la vitola de sus oponentes teóricos. Si otro determinado tipo de vándalos se aplica a cometer desmanes parejos, o idénticos, a los de "estética nazi", entonces se les presenta como jóvenes "de ideología antifascista". Y da igual el periódico, radio o televisión donde se vierte tal cosa: todos a la par.
La verdad, un servidor, en su ingenuidad eterna, no ve por qué incendiar cajeros automáticos, pintarrajear paredes (no con meras consignas políticas, ensuciar sin más), agujerearse los lóbulos con colmillos de animales o, simplemente, no lavarse ni peinarse, son rasgos definitorios de "ideología antifascista". Porque si se trata de ideas –en sentido estricto– y comportamientos, antifascistas somos casi todas las personas civilizadas que no volcamos contenedores de basura, ni ocupamos casas ajenas, ni vivimos, misteriosamente, del cuento. Eso sí: sin agujeros labiales ni greñas sucias. Pero según TVE –un poner– personas de "ideología antifascista" anduvieron hace unos días por el centro de Madrid aullando y pegando a quien pudieron. Les aseguro que yo no estaba.