En un país que se respeta a sí mismo, bajo gobiernos que respetan la ley, y en suma, a los ciudadanos, a las víctimas del terrorismo no sólo se les honra, sino que además ocupan el lugar que les corresponde como referente moral de la sociedad democrática. Máxime cuando el terror que ellas han sufrido en carne propia continúa ejerciéndose y tiene el propósito de destruir el marco de convivencia que procura las garantías de los derechos y libertades de todos. Sin embargo, en España, azotada por la ETA desde hace decenios, pocas veces se ha estado, en lo que al terror y a sus víctimas respecta, a la altura de esas mínimas condiciones que diferencian a una nación de ciudadanos de un mero conglomerado de personas. Pero si ha habido momentos bajos, nunca se había llegado a las simas de estos últimos años por obra de un Gobierno que decidió tender la mano a los terroristas y arrojar a sus víctimas a las tinieblas.
Así lo hizo en cuanto supo que la mayoría de ellas no aceptarían que al sufrimiento que ya se les había infligido se añadiera el de pagar a ETA un precio, y uno que, como sabríamos, era el más alto: político. Se les pidió a las víctimas un sacrificio por la "paz", como si no hubiera sido el suyo suficiente sacrificio y como si la "paz" a la que aspiraba –y aspira– Zapatero no fuera el más vulgar "apaciguamiento". La AVT, asociación mayoritaria de las víctimas, lo vislumbró desde el principio y desde entonces lo denunció. Pero su negativa a dejarse comprar para hacer de convidado de piedra en la farsa del "proceso" le ha salido cara. No sólo el Gobierno la ha tratado peor que a los terroristas, sino que también y, sobre todo, ha intentado minar su prestigio social.
La campaña para deslegitimar a los ojos de los españoles a las víctimas del terrorismo contrarias a la negociación con ETA no ha tenido límite ni ha conocido freno. Se las ha querido hacer pasar por ultras, extrema derecha, fascistas, nazis, títeres de la oposición y gente, en fin, que sólo por resentimiento y deseos de venganza se resistía a sumarse al gran proyecto de la "paz perpetua" de míster Z. En esa desencajada órbita de vilezas, se ha llegado a decir que no deseaban que la banda terrorista desapareciera. Y ha sido una campaña tanto más artera cuanto que fue propagada por los soportes mediáticos y sociales del Gobierno, con la estelar colaboración de los titiriteros habituales. Víctimas como Irene Villa, que siempre habían concitado el afecto de sus conciudadanos, se vieron de pronto acosadas e insultadas por los que se embaulaban los mensajes intoxicantes. Blanquear a los terroristas para sentarlos a la mesa, mientras se ponía a las víctimas bajo sospecha y a la intemperie, ha sido la operación más reveladora de la naturaleza perversa del "proceso".
Si antes la sociedad estaba en deuda moral con las víctimas, ahora aún lo está más. Y a aquella se ha añadido una deuda política. Pues de no haber sido por su negativa a plegarse a la estrategia de cesiones, hoy tendríamos una situación prácticamente irreversible, con el tinglado de las "mesas" en marcha, decidiéndose allí, entre los terroristas y el Gobierno, el futuro del País Vasco y, por ende, el de toda España. Difícilmente puede pagarse esa deuda, pero si hay algún modo de compensarla, es acompañando a las víctimas en sus justas reclamaciones. Cuando una de las estratagemas electorales del socialismo gobernante consiste en borrar de la memoria colectiva todos y cada uno de los episodios de sus tratos con la ETA, hacerlo es, si cabe, más perentorio. Cuestión de supervivencia.