Hay una marea negra que todavía mancha. No es la del fuel del Prestige, sino otra que aún resulta más difícil de limpiar. Aquella que cubrió los hechos con un inmenso vertido de demagogia que impediría su evaluación y su conocimiento. Los efectos de la propaganda suelen ser persistentes, pero por si no lo fueran, hay quienes se ocupan de cortar el paso a cualquier intento por establecer un cuadro objetivo de lo ocurrido y de sus consecuencias. Eso es exactamente lo que ha hecho la administración galaica, regida por socialistas y nacionalistas, con un estudio sobre La incidencia socioeconómica del Prestige en Galicia, realizado por un equipo de la Universidad compostelana bajo la dirección de los profesores Pedro Arias Veira y Miguel Cancio. Hace casi dos años que el Gobierno autonómico tiene en sus manos el informe y hace uno que comunicó que no autorizaba su difusión hasta el momento que considerara oportuno, momento que, naturalmente, nunca llegaría mientras pudiera evitarlo.
La razón de esta censura se hace evidente en cuanto se hojea el estudio: no alimenta ninguna de las falacias sobre las que se construyó el "caso político" del Prestige. Pero, al mismo tiempo, el hecho de que se oculte ese informe hace pensar que quienes se erigieron en "tribunal popular" para juzgar y condenar como culpables a los gobiernos que gestionaron la catástrofe y profetizaron el Apocalipsis de la pesca y la economía gallegas deben sentirse ya muy inseguros de su capacidad para mantener vivas las acusaciones y ficciones que alimentaron su campaña política entonces. Sólo así se explica que, un lustro después, quieran esconder las pruebas de que el accidente del Prestige no alteró la marcha ni de la economía gallega en su conjunto ni de los municipios litorales, la conclusión de que el alejamiento del buque fue una estrategia racional para intentar minimizar los daños o el análisis de los riesgos de aquel acercamiento que exigían los capitanes de la oposición y los titulados en montar la bronca contra el PP, que era, en realidad, de lo que iba todo aquello.
El Prestige hizo correr ríos de tinta, pero casi toda de calamar. En periódicos y libros se hicieron visibles los estragos que causa en el raciocinio el deseo de instrumentalizar políticamente una catástrofe, y quedaron impresos los productos de la mala digestión de aquel concepto del Nuevo Periodismo, que induce a los informadores a hacer mala literatura y a los literatos a dar pésima información. Con el tiempo, la discusión sobre los hechos ha dado paso a la exaltación de los mitos y el gimoteo victimista ha mutado en una épica del combate contra el chapapote, que va a pasar a la historia como la segunda oportunidad para los que no corrieron delante de los grises. No hay duda de que la sociedad respondió, pero tampoco la hay de que la eficacia se hubiera multiplicado de no haberse dilapidado fuerzas en la intentona de torpedear a los que gestionaban tanto la marea negra como la blanca, la de los voluntarios, que alguien se ocupaba de organizar y no precisamente los nostálgicos de los soviets.
Fue una irresponsabilidad de la oposición dividir a la sociedad por banderías políticas en un momento de emergencia, un rasgo tan nefasto como recurrente. Ahora, ya en el Gobierno, incurre en otra más al hurtarle al público el conocimiento de datos que desmienten las falsedades vertidas y que alertan de que un Prestige puede manchar de nuevo las costas: todavía no se han adoptado las medidas disuasorias para que los potenciales contaminadores dejen de utilizar chatarras flotantes.