Una de las reclamaciones territoriales más delirantes y absurdas del mundo actual es la del reino de Marruecos sobre las ciudades españolas de Ceuta y Melilla. No se sostiene ni jurídica ni históricamente, y es una demostración de cómo siendo persistente con un monotema al final se crea un debate que nunca debería haber existido. A diferencia de Gibraltar, que fue parte de España durante más de dos siglos hasta que los ingleses decidieron quedárselo en la Guerra de Sucesión, Ceuta y Melilla nunca fueron marroquíes. Por la sencilla razón de que, cuando ambas ciudades se incorporaron a la Corona española, Marruecos ni siquiera había hecho su debut en la historia.
Aunque los que rigen los destinos de nuestro vecino del sur parecen querer olvidarlo, el actual reino de Marruecos es algo relativamente reciente. Nació a finales de los años 50 coincidiendo con la independencia del país. Durante buena parte del siglo XX Marruecos fue un protectorado hispano-francés. Esta es la razón por la que uno de los protagonistas de la película Casablanca es un gendarme, y el motivo que explica que la Guerra Civil española empezase en África. Antes de eso, un sultanato, el alauita, no muy bien avenido y completamente insignificante en el panorama internacional.
El primero de estos sultanes, un tal Al Rashid que ocupó Marrakech dando pasaporte a la dinastía anterior, se hizo con el poder en 1666. Para entonces Ceuta llevaba más de cien años vinculada a España, y Melilla siglo y medio largo de presencia española directa, sin intermediarios, sin concesiones y sin apaños con los que estaban antes allí, básicamente porque en Melilla, antes de la llegada de los españoles, no había nadie.
El caso de Ceuta es tremendamente gráfico de cómo ambos lados del estrecho han estado casi siempre unidos. Durante los siglos de Roma las dos orillas fueron eso mismo, romanas. Pasaron brevemente por manos bizantinas y visigodas para caer, a principios del siglo VIII, bajo dominio de los musulmanes. Y así, casi toda la Edad Media, lo mismo que en Andalucía. Al final, en 1415, es decir, bastante antes de que se reconquistase Granada, Málaga o Almería, los portugueses la echaron el guante reteniéndola durante 225 años. Tiempo que Portugal invirtió en inventar la carabela, explorar medio mundo y en unir su destino al de España durante un par de generaciones.
Pero en 1640 el matrimonio ibérico se rompió de muy mala manera y los portugueses reclamaron todos sus dominios en el divorcio. Todos menos la ciudad de Ceuta, que permaneció fiel a la Corona española conservando, eso sí, las armas portuguesas en su escudo. Felipe IV, baldado de tanta traición y tanta mala sangre, obsequió la lealtad de la plaza con el título de Fidelísima, que aun mantiene y, es de suponer, querrá seguir manteniendo por mucho tiempo.
Melilla tiene una historia más tranquila pero no menos heroica. Fue casi lo mismo que su vecina con la diferencia que de musulmana pasó a ser castellana allá por 1497. Más o menos por la misma época en que las Islas Canarias quedaron unidas al resto de España y unos años antes de que Navarra hiciese lo propio gracias a los oficios del rey Católico. Pedro de Estopiñán, un conquistador enviado por el duque de Medina Sidonia, llegó, vio y venció. En Melilla no hubo resistencia porque los que la habitaban se habían largado. Luego se arrepintieron e intentaron retomarla pero ya era tarde, los españoles habían hecho de la plaza una fortaleza inexpugnable. Tanto que, aunque los moros insistieron durante siglos, no consiguieron jamás rebasar la muralla.
Porque fricciones entre las dos ciudades y el país que las circunda y envuelve siempre hubo. En tiempos de Isabel II, con intención de acabar con ellas, la reina invitó al sultán a reconocer por escrito algo que estaba a la vista de todos, que Ceuta y Melilla eran tan españolas como los que las poblaban y defendían desde hacía siglos. Así, los sultanes Abderramán y Mohamed IV, parientes lejanos del actual Mohamed VI que se las quiere quedar por la cara, aceptaron la españolidad de Ceuta y Melilla. Cierto es que al segundo le hizo falta perder una guerra para llegar a tan elemental conclusión pero, pasado el mal trago, fue razonable y hasta cortés.
Luego, con el correr de los años, llegaría el protectorado, el desastre de Annual y el desembarco en Alhucemas, que cayeron todos cerca de Ceuta o de Melilla pero que no cambiaron ni un ápice de lo esencial. Cuando Marruecos consiguió la independencia en 1956 renovó el acuerdo de respetar las dos plazas de soberanía española en el norte de África, que es como dieron en llamarse a dos ciudades que por motivos históricos y humanos son tan españolas como cualquier otra en la península o en los archipiélagos. A fin de cuentas, en ningún lugar está escrito que España empiece en los Pirineos y termine en Tarifa, o que Marruecos tenga derecho divino sobre todo el rincón de África que ocupa.
Decir, por lo tanto, que Ceuta y Melilla son una reliquia colonial es un disparate mayúsculo. Es no conocer la historia y pasarse por el arco del triunfo los tratados y acuerdos de los que precedieron a Mohamed VI en el trono marroquí. Pero en este asunto lo más importante no es la historia compartida, que es mucha y memorable, sino el deseo manifiesto de ceutíes y melillenses, que siempre han querido ser españoles y, al menos que se sepa, nunca han hecho voluntad de ser marroquíes. Ni antes ni ahora. Sus razones tendrán.
Fernando Díaz Villanueva
España en África
Decir que Ceuta y Melilla son una reliquia colonial es un disparate mayúsculo. Es no conocer la historia y pasarse por el arco del triunfo los tratados y acuerdos de los que precedieron a Mohamed VI en el trono marroquí.
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