Este verano, en Oslo, al pasar al pie de uno de esos edificios de aplastante burocratismo un poco cómico del que tan orgullosos se sienten los nórdicos, una guía me dijo que era allí donde se celebraba la ceremonia de concesión de los premios Nobel de la Paz. La guía, con unas malas pulgas de lejano parentesco prusiano que excitaba abiertamente mi capacidad de provocar y mi irritación por el abominable gusto artístico que gastan allí en los parques y jardines, trataba de convencernos a un grupo de incautos que merecían recordarse ad aeternum los nombres de los grandes galardonados por aquel honor, supuestamente el más alto del planeta. Yo mismo me sobresalté por el sonido del disparo humeante que un segundo después procedía de mi boca: "Sí, merecen que todos los recordemos como la lista de los más buscados, por delincuentes."
Claro que la guía era la misma tiparraca inquietante que mantenía sin asomo de mala conciencia que afortunadamente aquellas tierras vikingas se habían mantenido siempre ajenas a la dominación romana, que como todo el mundo sabe había acabado con los buenos salvajes, con lo que por allí habían pasado directamente de embestir a decidir quiénes son los sabios mundiales que deben gobernar nuestros destinos. No me extraña que con esta osadía los noruegos tengan fama de grandes descubridores, incluyendo el descubrir las nuevas formas con que se reviste el crimen organizado. Y condecorarlo.
Un juez inglés ya ha sentenciado que el documental Una verdad incómoda, del flamante Nobel de la Paz, Al Gore (compartiendo natalicio con un gran hijo predilecto de Chicago y apellido con los charcuteros de las pelis de terror para adolescentes, no podía parar en otra cosa que Nobel de la Paz) es deshonesto por mentirosillo. Pero a Inglaterra parece que sí llegaron los romanos, y por lo visto les interesa más descubrir qué es la verdad que la paz a cualquier precio.
Supongo que hay que vivir muy al norte para tener a toda esa relación de "nobeles pacíficos" fuera de la historia universal de la infamia, pudiendo éstos pasearse tranquilamente por sus las no muy impresionantes calles de Oslo en lugar de ponerlos ante un tribunal, que es su sitio. Sólo se puede explicar que a un rico ocioso como Gore le premien en un determinado país por su contribución a la humanidad (no sin antes contribuir a su propia cuenta corriente) si consideramos que es el mismo país cuyas guías oficiales del Ministerio comparan con ventaja a cuatro desharrapados del medievo con el, bah, legado de Roma.
Al Valhalla nórdico, junto a los dioses, va a ir cuando muera una manga de gente desaconsejable de callejón oscuro que ya, ya. Porque los Nobel de la Paz van a salvarse seguro gracias al título concedido burocráticamente en donde procede, por mucho que nos disguste a algunos fachas que no respetamos nada, ni este santoral moderno y laico que nos tratan de colocar en algunas capitales europeas ayunas de mayor historia.