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EDITORIAL

La Esquerra y la bala

Los ultras de Esquerra, los de la bala sobre el retrato de Albert Rivera, cabalgan sobre la sonrisa cómplice de sus mayores y sacan el máximo partido al hecho de que en Madrid no se les considera una amenaza para la democracia.

Que Esquerra Republicana de Catalunya daba cobijo a lo más radical y ultramontano del nacionalismo es algo que no se ocultaba a nadie. Algaradas callejeras, amenazas proferidas en lenguaje grueso y provocativo, batasunización creciente en la calle y en las universidades, acampadas veraniegas para jóvenes con regusto a otros tiempos, pancartas, conciertos; un universo paralelo creado para fanatizar. Estas son las credenciales públicas de la juventud de Esquerra. Cualquiera que viva en Cataluña lo sabe, lo ve con sus propios ojos, lo padece... pero, al menos hasta la fecha, nadie ha hecho nada para frenar esta marea parda.

Hace unos años muchos levantaban el dedo acusador contra el Gobierno Aznar responsabilizándole de haber radicalizado el nacionalismo catalán y vasco por una supuesta intolerancia y falta de tacto. A la vista está que se equivocaban. El nacionalismo periférico, en su cepa actual, radical y desmadrada, no se debe a la pretendida severidad de Aznar, sino a la naturaleza misma de la ideología que lo mueve.

El nacionalismo es por definición irredento, victimista y pendenciero, pero se transforma en una fuerza necesariamente letal cuando la sociedad abierta, la misma que el nacionalista aspira a liquidar, se cruza de brazos y no hace nada. Así ha sucedido en el País Vasco, donde la errática política de Zapatero ha reabierto la espita de la kale borroka y ha insuflado los ánimos que le faltaban al lehendakari Ibarreche para violar abiertamente la Constitución. Algo parecido acontece en la Galicia del bipartito, una región que padece desde hace unos años un virulento brote de nacionalismo radical inédito en aquella autonomía. A este fenómeno, evidentemente, no es ajeno que la Xunta sea patrimonio de una coalición entre nacionalistas y socialistas, ejerciendo estos últimos el papel de compañeros de viaje, de tontos útiles perfectamente sacrificables llegado el momento.

Con la que está cayendo, Cataluña no iba a ser menos. La generación educada por los convergentes en los colegios normalizados, ahíta de nacionalismo y sedienta de vengar ofensas pasadas ya ha salido del cascarón. El caso de estos jóvenes, desafiantes y engreídos en su propio delirio, demuestra que el nacionalismo sólo cría nacionalismo, pero multiplicado por dos; cada vez más intolerante, hiperlegitimado por unos poderes públicos que, a fin de cuentas, beben de la misma fuente. Los ultras de Esquerra, los de la bala sobre el retrato de Albert Rivera, cabalgan sobre la sonrisa cómplice de sus mayores y sacan el máximo partido al hecho de que en Madrid no se les considera una amenaza para la democracia.

Poco o nada puede hacerse para frenar los ímpetus de los nuevos camisas negras si no se reconoce que constituyen un problema de primer orden para la convivencia. Un problema de la misma magnitud que el de los pistoleros de la extrema derecha que se hicieron tristemente famosos durante la transición. En esto, sin embargo, hay dos raseros. Uno aplicable al combinado de izquierda nacionalista que hoy gobierna en España y otro al resto del país. Con estos mimbres y estos prejuicios de partida, los que nos envenenan el día a día, los que se valen de nuestro sistema de libertades para pervertirlas, los aspirantes, en suma, a asesinos políticos serán cada vez más y lo tendrán más fácil.

En la democracia, en el Estado de Derecho, en el principio de respetar la opinión del adversario político y en las reglas de juego se cree o no se cree. No existen puntos intermedios. Esquerra Republicana, fiel a su pasado golpista contra la República, es un partido maximalista que no acepta el sistema político que los españoles nos hemos otorgado a través de la Constitución. Aunque de boquilla y por puro interés coyuntural nutra las instituciones con muchos y muy bien pagados cargos se le rompen las costuras al primer descuido. Sus estatutos, su programa electoral, las declaraciones públicas de sus líderes son un desafío al orden constituido y una invitación a romperlo. Quien quiera ignorarlo que lo ignore, pero no por ello dejará de existir la amenaza.

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