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Antonio José Chinchetru

El recuerdo que no puede ser borrado

El título de "justo entre las naciones" es concedido por Israel a aquellos gentiles que durante los años del Holocausto salvaron judíos poniendo su propia vida en peligro y sin sacar beneficio alguno. Entre ellos tan sólo hay tres nombres españoles.

Han pasado casi cuatro años de mi primer contacto con la Autoridad Nacional para el Recuerdo de los Héroes y Víctimas del Holocausto, Yad Vashem, en Jerusalén. En septiembre de 2003 tuve la suerte de ser uno de los asistentes al primer seminario sobre el Holocausto para españoles que organizó dicha institución israelí y estar presente en los actos celebrados con motivo del cincuenta aniversario de su fundación. Fueron nueve días de intensas emociones y profundo aprendizaje personal, al tener que enfrentarme cara a cara con la realidad que supuso tan horrible crimen contra la Humanidad. Desde entonces lo he vuelto a visitar en otras cuatro ocasiones. En una de ellas pude asistir a una de las clases en las que los expertos del centro formaban a supervivientes del genocidio tutsi en cómo mantener el recuerdo del mismo.

Aunque las partes más visibles para los visitantes del Yad Vashem son el Museo del Holocausto y los diferentes memoriales existentes en el complejo jerosolimitano, la institución es mucho más. Desde su fundación, hace ahora cincuenta y cuatro años, es un importante centro de documentación, investigación y formación sobre el Holocausto. No hay en él, eso sí, lugar para la memoria como arma arrojadiza. El recuerdo del asesinato de seis millones de judíos a manos de los nazis y sus cómplices no busca culpar a nadie por lo que entonces ocurrió más que a quienes lo hicieron posible entonces.

Los asistentes a aquel seminario tuvimos la ocasión de escuchar a algunos de los mayores expertos en el Holocausto, pero también a varios supervivientes. Es una experiencia difícil de olvidar. Pero no todo fueron clases y encuentros. También visitamos las instalaciones abiertas al público en general, en las cuales vivimos momentos de gran emotividad, momentos que en mis cuatro visitas posteriores he repetido.

El viejo Museo del Holocausto que conocí en aquel entonces ya no existe. Ha sido sustituido por otro mucho más moderno y didáctico. Si tanto uno como otro son un recorrido por el horror del Holocausto, el actual está más centrado en la individualización de las víctimas gracias al Salón de los Nombres (la magnitud de las cifras nos hace olvidar a veces que cada uno de los seis millones de judíos asesinados tenía una cara, una identidad y una historia personal) y también tiene un lugar para la esperanza. La salida de las instalaciones museísticas se hace por un gran balcón abierto por el que uno se asoma a una extensa vista de Israel, que se convirtió en el refugio de gran parte de los supervivientes.

Además del museo propiamente dicho, hay otros lugares abiertos al público. Tal vez el más famoso es el amplio bosque en el que cada árbol plantado, y hay 19.000, recuerda a un "justo entre las naciones". Este título es concedido por Israel a aquellos gentiles que durante los años del Holocausto salvaron judíos poniendo su propia vida en peligro y sin sacar beneficio alguno. Entre ellos tan sólo hay tres nombres españoles. Pero hay espacios más impresionantes y emotivos. Uno de ellos es el Memorial del Holocausto, donde una llama perpetua recuerda a las víctimas. Este salón tiene el suelo de basalto negro, sobre el que están grabados los nombres de 21 campos de exterminio y otros lugares de matanzas de judíos en la Europa ocupada por los nazis. Acoge numerosas ceremonias de homenaje a los asesinados por parte de delegaciones procedentes de varios países; yo mismo he participado en un par de ellas.

Pero sin duda alguna es en el Memorial de los Niños donde el choque emocional es más fuerte. Es una gruta escavada en recuerdo del millón y medio de menores judíos asesinados por los nazis. Las cinco veces que he entrado en él he salido con lágrimas en los ojos, al igual que todas las personas que me acompañaban. Tras descender una pequeña rampa, se entra en un pequeño vestíbulo con fotos de niños muertos en los campos de exterminio, a través del cual se entra en una sala a oscuras. Un juego de espejos convierte unas pocas velas en la que parece una cantidad infinita de llamas, mientras que una grabación que nunca para va recordando a cada uno de ellos por su nombre.

Si el Memorial de los Niños arranca las lágrimas a cualquier visitante, en el Valle de las Comunidades uno se siente diminuto. Se trata de un impresionante laberinto que reproduce el mapa de Europa. En sus altísimos muros, que se alzan varios metros, están escritos los nombres de todas y cada una de las comunidades judías desaparecidas durante el Holocausto.

Los nazis no sólo trataron de exterminar el pueblo judío. En su afán destructivo querían borrar la memoria de que había existido. Al convertir los cuerpos de sus víctimas en cenizas impidieron su enterramiento y los ritos de luto hebreo. El Monte de la Memoria, donde se encuentra Yad Vashem, cumple esa función. Es un inmenso cementerio sin tumbas en el que se honra a seis millones de seres humanos asesinados por ser judíos.

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