Lo peor que le puede pasar a un sistema electoral es que genere la sensación de que crea desgobierno. Y esto sucede cuando el ciudadano tiene la percepción de que su voto no decide, en definitiva, quien gobierna y quien hace oposición. Porque el voto es, ciertamente, una evaluación de la legislatura pasada y una delegación limitada y finita de poder. Pero el baile de pactos postelectorales, imprevisibles en muchos casos, desvirtúa el sentido del voto.
Hay un evidente abuso del principio de consentimiento por parte de algunos partidos. Porque la voluntad nacional, autonómica o local no puede ser el inopinado y caprichoso reparto de consejerías entre formaciones políticas. Se llega, así, a gobiernos en los que el ciudadano no se puede ver representado.
La estabilidad gubernamental es menor, porque es falso que a mayor número de coaligados se consiga mayor aceptación ciudadana. De ser cierto, ¿por qué no institucionalizar los gobiernos de concentración como la fórmula más democrática y feliz? Suelen ser gobiernos más inestables y el grado de satisfacción popular es menor; primero, porque aumenta la imagen de la política como trapicheo; segundo, porque disminuye la identificación del elector con su gobierno.
El problema que tenemos en España es que nuestro sistema electoral no vertebra el país. Las fórmulas electorales están conformadas en las democracias asentadas para reflejar los cambios en la opinión pública y reforzar las instituciones nacionales. Aquí, los partidos estatales, por obra y gracia de la ley electoral, no mantienen un discurso único y un comportamiento igual, es decir, nacional, sino que lo adecuan a las diversas autonomías. Las consecuencias no son las mejores.
La primera es que los grandes partidos han ido acercando sus discursos a los de los nacionalistas con la creencia de que les reportaría más votos y más aliados postelectorales. El resultado ha sido el paroxismo de las patrias chicas y las nuevas nacionalidades. Esto, a su vez, ha dotado de mayor autonomía a las federaciones regionales o locales de los partidos, a los nuevos caciques, y ha debilitado el liderazgo nacional.
Los cambios en la legislación electoral no son, por tanto, descabellados. Caben en la Constitución, sin reformarla, y pasan por otro tipo de fórmula de reparto proporcional. Una fórmula que devuelva al ciudadano la sensación de controlar a sus políticos, de tener en sus manos la soberanía del país. Es preciso que la mayoría electoral se traduzca en mayoría de gobierno. ¿Cómo? Cambiando, por ejemplo, el tamaño de los distritos electorales. En Holanda es el país entero, mientras que en Alemania combina el distrito pequeño con el del Estado federal –la Comunidad Autónoma en España-. En Austria, Dinamarca o Suecia se refuerza el bipartidismo, pero hay un fondo de escaños para los pequeños partidos, o se establece un umbral electoral nacional para conseguir representación, lo que ocurre en Alemania. Incluso se puede contemplar una segunda vuelta, como se hace en Francia, o que el electorado elija directamente al presidente de la Comunidad o al alcalde. Y son todas fórmulas democráticas.
En definitiva, enterrar un consenso que ya no existe ni funciona no es un dislate sino todo lo contrario. La modernización del sistema electoral revitalizaría una democracia que va desligando al ciudadano del voto, y que sobredimensiona a minúsculos grupos políticos de los que hace depender la vida política de la comunidad.