El Partido Popular es de esas organizaciones políticas que no aprenden ni pizca del pasado, que reinciden una y otra vez en los mismos errores. Es como un círculo vicioso que no se rompe nunca. Como, en el fondo, sus líderes están acomplejados de ser lo que son prefieren no hacer ruido y molestar lo mínimo a sus adversarios. Esto les aleja de su base social, de sus votantes y, por pura lógica, se mantienen alejados del poder. La frustración de no tocar poder o, como se ha visto recientemente, tocarlo y perderlo en pocos días, les lleva a replantearse si ellos se merecen estar donde están, si piensan lo que deben pensar, si actúan como deben actuar: en definitiva, les asalta el complejo y vuelta a empezar.
Es exactamente el caso contrario de la izquierda, que presume de serlo –aunque sólo sea de boquilla– y que confía en el poder de la comunicación en un régimen de opinión pública como el nuestro. Los socialistas están siempre uno o más pasos por delante. Ayuda indudablemente que dispongan de multitud de terminales mediáticos a su servicio y les hace en esta faena un gran favor su aversión a la verdad y su gusto por la propaganda, pero es innegable que la izquierda no se avergüenza, jamás recula, siempre tiene un argumento en la recámara y en la acción política no perdona. Es más, desconoce el significado de "perfil bajo", esa monomanía tan propia de los asesores de Aznar y Rajoy, de los Elorriaga y compañía que pululan por Ferraz bajando el tono y por los medios adictos al PSOE pidiendo disculpas por ser quienes son o peor, por recibir votos de quien los reciben.
Lo más dramático de todo esto es que electoralmente al Partido Popular no le renta el dichoso "perfil bajo". Es matemático, allá donde planta cara a la hegemonía progre en el campo de las ideas cosecha buenos resultados en las urnas. Que se lo pregunten sino a Esperanza Aguirre, contrafigura del perfil bajo y presidenta de la Comunidad de Madrid por mayoría abrumadora, casi sonrojante para sus oponentes y para ciertos artesanos del "perfil bajo" muy caros a Rajoy. Aguirre no se calla, dice lo que piensa y piensa que el liberalismo es netamente superior al socialismo por muy suavizado que éste venga. Y la gente lo entiende, y vota en consecuencia.
La tentación de no armar escándalo, de no quedar mal ante los popes mediáticos de la izquierda, de jugar a gentilhombre con un trilero se termina pagando cara. Cuando sobran los motivos para oponerse al Gobierno sin contemplaciones, sin tregua, sin dar un minuto de descanso, los de Rajoy no pueden dormirse en los laureles y mucho menos cambiar de estrategia para sentirse mejor con ellos mismos. Los diez millones de españoles que votaron el pasado mes de mayo por las candidaturas populares en ayuntamientos y autonomías no saben de perfiles. Pudieron elegir otra papeleta pero escogieron la del Partido Popular porque ellos sí saben distinguirse de la izquierda. Por ahora Mariano Rajoy se debe a estos votantes tanto como a las ideas que dice defender y representar. A quien no se debe bajo ninguna circunstancia es a los profesionales de la política que abundan en su partido y que, como toda burocracia, sólo pretende perpetuarse.