Suponga que una persona es violada y detenemos al violador. ¿Debería jugar su posición en la vida, el que sea senador, profesor o un hombre corriente, papel alguno en su procesamiento y posterior castigo? Apuesto a que cualquier persona normal respondería que la ley contra la violación es general y no arbitraria y que la posición de uno no debería tener nada que ver el castigo que recibiera. Eso es precisamente lo que se entiende por "imperio de la ley". O, en palabras del jurista inglés A.V. Dicey, "todo hombre, cualquiera que sea su rango o condición, está sujeto a la ley común del ámbito social y está obligado a la jurisdicción de los tribunales comunes".
La Ley, en el estricto sentido de la palabra, consiste en un grupo de normas generales aplicables a todas las personas, en contraposición a las leyes que son meros mandatos mediante los cuales los legisladores exigen a personas concretas hacer cosas concretas. El imperio de la ley es crítico para la preservación de la libertad. Desafortunadamente, la mayor parte de los norteamericanos ni comprende ni aprecia esto, y somos gobernados cada vez más mediante órdenes arbitrarias y privilegios basados en la posición social de cada uno de nosotros. Examinemos unos cuantos ejemplos a nivel nacional.
Durante los años 80, muchas cajas de ahorro incurrieron en grandes pérdidas a causa de diversas triquiñuelas, estupidez e inversiones inconscientes. El Congreso los rescató. En 1987, cuando el mercado de acciones cayó, muchos norteamericanos sufrieron grandes pérdidas debido a inversiones inconscientes, quizá estúpidas. La igualdad ante la ley hubiera obligado a un Congreso que rescató a unos ciudadanos concretos que hicieron inversiones inconscientes o estúpidas hacer lo mismo con cualquier otro que cometiera el mismo error. Sin embargo, el Congreso otorgó el privilegio del salvamento a personas concretas a causa de su posición.
Un régimen regido por el imperio de la ley exigiría que echáramos a la basura el actual código bajo el que se rige el impuesto sobre la renta. ¿Qué justificación hay para que exista un trato fiscal diferente a un norteamericano porque tenga ingresos superiores, hijos pequeños o perciba sus ingresos de rentas del capital en lugar de salarios? La igualdad ante la ley exigiría que el Congreso calculase el coste de las funciones constitucionalmente autorizadas del Gobierno federal, lo dividiese entre la población adulta y nos enviase a cada uno de nosotros una factura por nuestra parte. Alguien se preguntar por el principio de capacidad de pago de los impuestos. Ese concepto pertenece a la política de la envidia, y su estupidez quedaría en evidencias si se aplicara a cualquier otro coste. ¿Emplearía usted ese principio a, digamos, las compras de gasolina o comida, que tendrían precios distintos según la persona que adquiriera esos bienes, dependiendo de cuántas personas tengan a cargo, sus ingresos totales o de si éstos se derivan de salarios, dividendos o rentas?
El hecho de que los norteamericanos hayan pasado a estar gobernados por mandatos arbitrarios y privilegios permite explicar de dónde sale todo el dinero y la corrupción que vemos en Washington. Nos hemos alejado del Gobierno limitado que concibieron nuestros Fundadores, para llegar a uno con extraordinarios poderes. Por eso compensa gastar enormes sumas de dinero en lograr que el Congreso influya a su favor, es decir, hacer que el Congreso le conceda privilegios que niega a otros norteamericanos.
Hace 25 años, durante una conversación en la cena con el filósofo y economista laureado con el Nobel Friedrich A. Hayek, le planteé qué ley propondría para restaurar, promover y preservar la libertad en nuestro país, si pudiera hacerlo. Hayek respondió que la ley que propondría rezaría: el Congreso no introducirá ninguna ley que no se aplicara igualmente a todos los norteamericanos. La sugerencia de Hayek de total igualdad ante la ley fue tan simple como profunda y haría maravillas a la hora de fomentar las libertades previstas por nuestros Fundadores. Pero apuesto a que la mayor parte de los ciudadanos recibiría la propuesta de Hayek con desprecio tras darse cuenta de que significaría que el Congreso no podría introducir mandatos arbitrarios ni otorgar privilegios.