En un artículo publicado el pasado año, el entonces Ministro Nicolás Sarkozy abogaba por una modernización de la UE basada en el abandono del federalismo, idea que la mayoría de los europeos rechazaba. Asimismo, el actual presidente de Francia defendía la revocación de la unanimidad a cambio de más soberanía nacional. Por último, señalaba como objetivos ineludibles de cualquier reforma el respeto a los deseos de los ciudadanos y la transparencia y democratización de las instituciones paneuropeas.
Este pronunciamiento fue recibido con optimismo por los críticos de una UE en manos de un grupo de políticos y burócratas elegidos por nadie y responsables sólo ante ellos mismos. Sin embargo, el resultado de la última cumbre europea frustra las esperanzas de los que temen que Bruselas termine por convertirse en una inmensa e inexpugnable torre de marfil dominada por el autoritarismo y el delirio socializante. El nuevo acuerdo es un perfecto ejemplo de doblez y añagaza que renuncia a llamar las cosas por su nombre en la vana esperanza de que así conseguirá eludir tanto las críticas como el sometimiento de sus disposiciones al veredicto de las urnas.
En primer lugar, el tratado significa la creación de un Ministro de Asuntos Exteriores europeo. Que se haya optado por denominarle “alto representante” no esconde el hecho de que sobre este funcionario recaerán a partir de ahora competencias antes reservadas a los estados. Esta figura está destinada a crear mayor confusión y a aumentar la presión de países como Francia y Alemania sobre otros.
En segundo lugar, la adopción de una carta de derechos obligatoria que recoge entre otros el de la vivienda y otros “derechos sociales” es una inmiscusión intolerable en asuntos que sólo atañen a los ciudadanos, además de alejar a Europa de la prosperidad económica garantizada por un mercado libre y un Estado neutral. Hace bien el gobierno británico al conseguir que su país quede exento de tal engendro.
Coherente con la línea intervencionista del tratado, Francia ha eliminado la libre competencia económica como uno de los objetivos de la UE. El tibio liberalismo de Sarkozy se disuelve como un terrón de azúcar en un vaso de agua caliente.
Por lo que respecta al nuevo sistema de voto, el acuerdo dificulta la creación de mayorías de bloqueo. Y en cuanto a la soberanía nacional, la exigencia de que una mayoría de parlamentos tenga que votar contra la legislación comunitaria para que ésta quede sin efecto convierte esta opción en algo prácticamente imposible debido a los problemas de coordinación que una iniciativa así, contraria además al establishment bruselense, plantea. En eso se ha quedado la prometida democratización de la UE.
Por otra parte, la presidencia larga de dos años y medio extensible a cinco cuenta con muchas posibilidades de esclerotizar las reformas y convertir el sistema de toma de decisiones en un procedimiento aún más opaco de lo que es en la actualidad.