La evolución de la tecnología de uso personal en los últimos años es algo digno de ser presenciado y evocado periódicamente. Cada vez que salgo de casa con un ordenador portátil o un teléfono móvil, y no son pocas las veces que lo hago, caigo presa del "síndrome de abuelo Cebolleta" y me pasan por la cabeza las imágenes de mis comienzos en la tecnología.
Recuerdo, por ejemplo, el primer teléfono móvil, un enorme Ericsson con forma y peso de maletín que mis padres consiguieron, no sin esfuerzo, cuando decidieron irse a vivir a un chalet en las afueras de la ciudad, en una zona donde no sólo no había teléfono, sino que ni siquiera había planes de que lo hubiera. A pesar de tener una batería del tamaño de un bolso grande a la que se unía un auricular clásico con un cable de espiral, aquel artefacto –más de mil euros al cambio de la época– era únicamente capaz de resistir unas pocas horas de conversación o de stand-by, de manera que su lugar natural era el coche, conectado a la batería.
Cualquier intento de comparación con las minúsculas baterías de un teléfono móvil de hoy sería como poner en un circuito el McLaren de Fernando Alonso contra un Ford Modelo T. El iPhone de Apple, por ejemplo, acaba de anunciar que su batería dará como para ocho horas de conversación, siete horas de vídeo, seis horas de navegación por Internet, veinticuatro horas de música y diez días en stand-by antes de la siguiente recarga. Y esa especie atlética "corredor de fondo que consume menos que un mechero" cabe además perfectamente en un bolsillo...
Con los ordenadores portátiles, la métrica es parecida. Mi primer ordenador, un IBM Portable, tenía de portátil la evidencia de que podía ser portado... de una habitación a otra como mucho, y casi con una carretilla. Aunque tenía efectivamente un asa y su teclado se cerraba sobre la unidad central dejándola a prueba de golpes, aquel angelito pesaba unos diez kilos o más, y funcionaba enchufado a la red, es decir, era portátil siempre y cuando en el lugar de destino hubiese un enchufe. El siguiente, un Toshiba, era una especie de maletín de color crema, ya con una pantalla que se cerraba sobre el teclado, en torno a unos ocho kilos de peso, y con batería para algo así como para una hora y media. Mi próximo portátil, además de pesar menos de dos kilos y medio, me permite vivir cinco horas y media alejado de un enchufe.
Está claro: el progreso tecnológico, y fundamentalmente los avances en el desarrollo de baterías y en la disminución del consumo de elementos como las pantallas es algo que está detrás del hecho de que hoy podamos "movilizar", llevarnos en un bolsillo o debajo del brazo muchas de las tecnologías que conocemos. Pero la tecnología, aunque es un elemento fundamental por su característica de "cimiento sobre el que se construye", no es el componente fundamental. Como siempre, el determinante hay que buscarlo en cambios asociados con las personas: cambios de estilo de vida, por ejemplo.
Yo tomé mi primer avión cuando tenía unos quince años. Mi hija, a los dos años y medio, se había cruzado el mundo dos veces y tenía una buena cantidad de puntos acumulados en su tarjeta de Delta. Hoy mismo estoy escribiendo este artículo desde una sala del aeropuerto, donde espero al tercer avión del día... y no soy yo especialmente un road warrior, una persona que viaje mucho. De hecho, ni siquiera tengo una tarjetita de un color especialmente interesante que haga que las aerolíneas me hagan reverencias al verme pasar. La movilidad se ha convertido en un elemento fundamental de nuestras vidas: vivimos on the move, on the fly, viajamos más, nos desplazamos más... Pero no, tampoco es eso. Ni siquiera los cambios en el estilo de vida, que indudablemente existen, resultan ser el determinante de la vocación por la movilidad.
En realidad, el enfoque a las tecnologías móviles viene de un cambio en nuestra manera de usar la tecnología. Cada día más, nuestra relación con la tecnología pasa de ser esporádica, ocasional durante determinados períodos del día, a ser constante, continua. De llevar un móvil para hablar por teléfono, estamos pasando a usarlo para leer el correo, buscar una dirección en un mapa, chatear con un amigo en lugar de llamarlo, publicar updates sobre lo que hacemos para que nuestros amigos lo sepan (incluso conteniendo nuestras coordenadas GPS en cada momento), leer noticias en un agregador, hacer y enviar fotos, escuchar música, mirar algo en un buscador, ver un episodio de nuestra serie favorita... Si además tienes un blog o cualquier otro tipo de casita online, hay que añadir además el leer los comentarios, consultar las estadísticas, etc.
El tiempo de espera, antes improductivo, se convierte en un recurso escaso. Nos independizamos de los aparatos, guardamos nuestra información en repositorios en red a los que podemos llegar desde cualquier dispositivo. Del anticuado y monstruoso Outlook que enclaustraba nuestros correos en el disco duro de nuestro ordenador, hemos pasado a utilizar aplicaciones ágiles y sencillas que nos permiten, desde un simple teléfono móvil, buscar entre nuestros últimos dos años de correo electrónico y obtener lo que necesitamos en un chasquido de dedos, aunque únicamente recordemos una palabra del mensaje.
La movilidad es algo cada día más natural, más sobreentendido, una parte consustancial de la vida de hoy. De entrar esporádicamente en la red hemos llegado a vivir en red, a mantenernos conectados de manera constante, desde cualquier sitio. Por el momento, aún somos unos pocos los que sabemos cómo hacerlo, como aprovechar y dominar las ventajas de la movilidad. Hoy somos la excepción. Mañana seremos legión.