Estaba claro que aquel invento retroprogre y cursi de la Educación para la Ciudadanía iba a traer cola. Y no porque sea una asignatura absurda o sin un contenido digno de tal nombre, sino porque en esa cafetera se está cociendo el recuelo de lo peor del pensamiento de izquierdas, reformulado, eso sí, para que los niños lo asimilen desde edad muy tempana. Relativismo moral y adoración del Estado. Desprecio por el individuo y la responsabilidad individual condimentado con grandes dosis de buenismo y salpimentado, cómo no, por el espíritu revanchista de la izquierda de siempre en su variante española.
Los disparates en materia educativa no son cosa de ahora. Socialistas de todos los partidos vienen experimentando con la infancia desde hace lo menos un cuarto de siglo con desastrosas consecuencias. Los jóvenes de hoy están peor preparados que la generación que les precede. Esto ya de por sí es preocupante, y más cuando los presupuestos de educación han seguido una línea marcadamente ascendente. El problema no es por tanto de dinero, sino de las ideas que inspiran a los que diseñan la política educativa. De primarse la disciplina, el estudio, la responsabilidad y el trabajo bien hecho se ha pasado al extremo opuesto por no se sabe bien qué razones o qué complejos de los políticos dedicados a la legislación educativa.
Con la Educación para la Ciudadanía se ha llegado a la cumbre del sinsentido. Visto lo visto y padecido lo padecido, no es extraño que ahora nos encontremos con sorpresas como la de la guía didáctica Educar en valores que, patrocinada por el ministerio del ramo, condensa en muy poco espacio la esencia de lo que el progresismo entiende por educar. Mucha cháchara sobre multiculturalismo y tolerancia, muchos golpes de pecho pero ni una sola idea encaminada a que los estudiantes salgan de su etapa escolar genuinamente educados. Porque, aunque parezca una perogrullada decirlo, los valores no los transmiten los funcionarios de la política sino la familia, institución social de primer orden en la que el niño se forma como persona; como persona tolerante, civilizada, libre y lista para vivir en sociedad respetando a los demás y respetándose a sí mismo. Que de esto, y no de otra cosa, trata la verdadera educación en valores.
Algo tan elemental no entra en la cabeza de políticos cuya obsesión única es transformar la realidad a su antojo, y por transformar ha de entenderse traspasar sus propias taras y fobias a las nuevas generaciones. Para semejante tarea la familia tradicional es un incordio, de ahí que busquen suplantarla por medio de un Estado omnipotente y omnipresente que se adueñe de cada parcela de la vida de los individuos; desde que nacen hasta que la eutanasia por ellos preconizada los retira de la circulación. Para esto quieren la educación. Para esto y para inocular ideología a los niños por vía intravenosa. ¿Por qué sino ese empeño en poner en duda la Transición española? ¿O esa fijación con el pacifismo de la peor especie?
Ya lo advertimos cuando el Gobierno anunció el lanzamiento de la Educación para la Ciudadanía. La asignatura de marras no busca formar ciudadanos libres, busca forjar súbditos que jamás se quejen, alineados sin fisuras con el paradigma servil de la izquierda, dispuestos a vivir toda su vida bajo la odiosa tutela del Estado. De la sociedad civil depende que los ingenieros de mentes del Ministerio de Educación y consejerías adyacentes no se salgan con la suya. Si lo consiguen, los españoles del mañana no sólo no serán libres sino que nunca habrán tenido la oportunidad de serlo.