Si las municipales arrojan el empate que pronostican las encuestas y todo queda igual, como si nada pasara, ya se ha advertido que al PP le van a caer las críticas del mismo lado. Ejque, como diría el ex y hasta dirá, han perdido el centro y la moderación; es que no han podido cobrarse esa pieza tan escasa como codiciada que es el elector centrista y oscilante. Y así sucesivamente. El diagnóstico será entonces idéntico al que vienen repitiendo los socialistas zapaterinos, que están, como es natural, enormemente preocupados por el futuro de sus adversarios. La pérdida del centro constituye en España un mal terrible, mortal de necesidad, pero que sólo afecta a la derecha. Esto es así desde que se decidió, hace años, que el país era de centro y de izquierdas. Por obsoletas que resulten, las etiquetas mantienen aquí casi incólume su poder ancestral e irracional.
No es por ello probable que los analistas, mejor dicho, los especialistas en sondeos que han venido a ocupar el papel de los ideólogos en los partidos, presten atención a un fenómeno que se detecta, como gustan de decir los políticos, a pie de calle y entre los más críticos a los peligrosos y suicidas juegos de ZP. Es decir, entre aquellos que abominan del proceso de demolición nacional que este Gobierno ha acelerado vertiginosamente, tras haberse fraguado durante años por la tendencia de los dos grandes partidos a ceder siempre más ante los nacionalistas. Y que se ha consolidado a través del contagio que ha infectado de nacionalismo el discurso y la política de ambas formaciones aquí y allá. A estas alturas, sólo el PP vasco se ha librado de la patología.
El fenómeno consiste en que hay quienes optarían por el PP, pero se preguntan de qué sirve votar a un partido que, en ciertas regiones, ha hecho causa común con el nacionalismo en las imposiciones lingüísticas, la erradicación del español de la enseñanza y las instituciones y tantas otras políticas marcadas por el signo tribal y totalitario. Se lo preguntan y se lo contestan: no sirve. En definitiva, están más dispuestos a hacerle pagar sus pequeñas traiciones al PP que a castigar la gran traición socialista. Y, además, lo justifican: será la única manera de que el PP rectifique y articule un discurso firme, sin ambigüedades y sin veleidades.
Lejos de pensar que en política sólo podemos elegir entre el más pequeño de los males, se inclinan estas gentes por el mal mayor. Que se refuerce, dicen, el PSOE de ZP, que haga más de las suyas como promete y así se provocará una reacción saludable: el rechazo sin paliativos y la corrección definitiva de la trayectoria balcanizante. Viene a ser la estrategia de los revolucionarios de antaño, que guiados por el principio de que "cuanto peor, mejor" combatían las reformas, los males menores, porque hacían el sistema más llevadero, más digerible. Sólo les interesaba destruirlo. Que es lo que quieren conseguir, sin violencia, estos nuevos adeptos a la causa del empeoramiento general y aprendices de brujo. Aún sin su contribución, puede que se cumplan sus deseos. En la izquierda hay un aglutinante del que la derecha, de momento, carece: el odio al Otro.