La libertad, como bien perciben las dictaduras de todo pelaje, es extremadamente peligrosa. Los individuos pueden elegir y hacer lo que les conviene, y no lo que conviene al poder. La razón última de que existan leyes de normalización lingüística radica ahí: en el peligro que entraña la libertad. Si se dejara a las personas elegir el idioma de su preferencia en todos los ámbitos, no se sabe qué pasaría. Pero puede imaginarse a la vista de lo que ocurre cuando hay algún margen para escoger. O de lo que dicen que ocurre. Todos los informes oficiales y oficiosos que se emiten en Galicia entonan réquiems por el gallego. El último, pergeñado por el Consello Escolar, alerta de un "fracaso insólito de la legislación", léase imposición lingüística, en la enseñanza. Y aunque su alarmismo, con los datos en la mano, se demuestra exagerado, como de encargo para legitimar cualquier nueva vuelta de tuerca, debe de haber algún problema. Si tras veintitantos años de normas prolijas y chorros de dinero público en forma de campañas y subvenciones, Galicia no ha dejado de ser bilingüe, es que lo hay. El problema no es otro que la libertad. Procede, pues, y ésa es la voluntad del gobierno autonómico, de la clase política y de sus parásitos, acabar con lo queda de ella cuanto antes.
Cualquier día de éstos, se publicará un decreto para la enseñanza que finge equilibrio: la mitad de las asignaturas serán impartidas en gallego y la mitad, en español. Finge, porque no hay más que ir a la letra pequeña: como mínimo, un 50 por ciento en gallego y como máximo, un 50 por ciento en español. Los centros podrán utilizar en exclusiva el gallego. Más de la mitad en español, ni en coña. El Partido Popular, que suscribió la componenda, pretende salvar los muebles introduciendo a un tercero en discordia, el inglés. Ya veremos. Mientras tanto, el decreto en ciernes ha tenido una virtud, una sola. Por primera vez hay contestación en Galicia a una norma de ese tipo. Un grupo de profesionales impulsa un manifiesto para el que recogen firmas: Tan gallego como el gallego. Se difunde por canales alternativos y hay quien teme suscribirlo, no vaya a acabar en alguna "lista negra". Hasta ese extremo llega el miedo a plantarse racionalmente frente al tótem de la lengua "propia".
Son muchos los años de silencio que preceden a esta protesta. Años en que se ha interiorizado el mensaje de un poder fundado no en señas, sino en contraseñas de identidad. En que se ha proclamado que nuestro idioma sólo es el gallego, y el español, ajeno. En que se ha infundido un sentimiento de culpa por la decadencia del primero y se ha conjugado sin rebozo el verbo "galleguizar", asumiéndose su correlato: "desespañolizar". Un verbo, aquel, cuyas connotaciones no deben tomarse a la ligera. Señala a una parte de la población como "malos gallegos", como agentes de la "desgalleguización", como intrusos y, en fin, como enemigo interior. Pues el nacionalismo, no importan las siglas que lo cobijen ni su grado de extremosidad, siempre regresa a sus orígenes. Y si antes perseguía a los que corrompían la "pureza" de la raza, ahora hostiga a los que corrompen la "pureza" de la lengua.
Diversidad y pluralidad son conceptos ajenos, hostiles, a este nacionalismo lingüístico, como lo son para el étnico. Pero ha aprendido a maquillar sus peores rasgos. Así, el informe antes citado hace suyo el mandato de la Unesco: la defensa de la diversidad cultural; toda persona tiene derecho a expresarse en su lengua materna; debe promoverse la diversidad lingüística. Lo hace suyo y se lo pasa por el forro. No hay Unesco ni mandato que valga para los que hablan español. Son, en el mejor de los casos, parias a reeducar.