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El suicidio de Occidente

Estamos dispuestos incluso a ofrecer parte de nuestra libertad para salvar la vida. No somos conscientes de que, entregada la libertad, no tardarán en quitarnos la vida.

En Estados Unidos los representantes demócratas están dispuestos a huir de Irak si con ello consiguen arañar un buen puñado de votos en las próximas presidenciales. Un Bush que tiene ya poco que perder ha impuesto por el momento un veto a la decisión del Congreso y del Senado de condicionar los fondos para la guerra a un calendario para la retirada de las tropas. El problema es que, más allá de la voluntad del presidente, la opinión pública norteamericana no parece dispuesta a asumir durante mucho más tiempo el altísimo coste, y no sólo financiero, que Irak supone para la primera potencia del mundo.

Una derrota de Estados Unidos en Irak tendría un efecto devastador para todo Occidente. La huida de Bagdad sería interpretada por la yihad islámica como la primera gran derrota del imperio americano y sus adláteres europeos, demostrando hasta que punto son vulnerables. El escenario más catastrófico sería el de un Irak dominado en la parte suní por los terroristas de Al Quaeda y en la parte chií por el Irán de los ayatolás, con los kurdos creando en el norte un estado independiente. Pero esta es sólo una de las muchas posibilidades en las que podría degenerar el casi seguro enfrentamiento de todos contra todos tras la salida de las tropas de Estados Unidos. Cualquiera de ellas resulta letal para nuestros intereses.

En Europa la cosa es aún peor. Han bastado unas pocas muertes en Afganistán para que muchos gobiernos europeos, empezando por el de Rodriguez Zapatero, se estén replanteando su presencia en el país asiático. Por el momento las mantenemos confinadas en los acuartelamientos en espera del próximo golpe. Estamos de acuerdo en la necesidad de combatir el tráfico de heroína en ese país, pero no estamos dispuestos a involucrarnos directamente porque es un tema impopular entre la población afgana. Nos rasgamos las vestiduras con ante cualquier muerte involuntaria de civiles por parte de las fuerzas de la OTAN, pero mantenemos un vergonzoso silencio ante los cientos de asesinatos deliberados que los talibales y los yihadistas causan casi diariamente o lo que es peor, echamos esos muertos directamente en la saca de la Alianza Atlántica.

Los yihadistas han declarado la guerra a Occidente, pero Occidente ha decidido que la guerra es cosa del pasado. Ante un Irán nuclear balbuceamos protestas diplomáticas o imponemos sanciones en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas perfectamente inútiles para el fin que persiguen. En última instancia nos resignamos a un mundo en el que cualquier dictador pueda dotarse de armas de destrucción masiva en un futuro no muy lejano. Minusvaloramos la amenaza terrorista y la posibilidad de atentados con armas químicas o radiológicas nos parece más una película de ciencia ficción que una realidad cada vez más plausible.

Imbuidos de un relativismo absoluto no estamos seguros de los valores que defendemos, pero en todo caso creemos que ninguno de ellos merece derramar una gota de sangre, ni ajena ni mucho menos propia. Somos gente tan civilizada que creemos poder llegar a un acuerdo razonable con aquellos que pretenden destruirnos. Estamos dispuestos incluso a ofrecer parte de nuestra libertad para salvar la vida. No somos conscientes de que, entregada la libertad, no tardarán en quitarnos la vida.

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