Pocas biografías políticas son mejor ejemplo de las luces y sombras de la inacabada transición rusa que la de su singular y a menudo contradictorio ex presidente, Boris Yeltsin, fallecido ayer de un fallo cardiaco a los 76 años de edad.
Hijo y nieto de campesinos expropiados por el comunismo, Yeltsin comenzó trabajando en la construcción en su región de origen, en los Urales, donde se afiliaría en 1961 al PCUS, convirtiéndose, siente años después, en funcionario del mismo. Los primeros atisbos reformistas que Yeltsin mostró desde la secretaría general del Partido en la provincia de Sverdlovsk llamaron la atención de Gorbachov, quien, una vez en el poder, lo promovería para dirigir la organización local de Moscú, con el encargo principal de luchar contra la corrupción.
La colaboración entre los dos líderes duró poco, sin embargo, pues Yeltsin comenzó a criticar en público el ritmo excesivamente lento que llevaban las reformas liberalizadoras de Gorbachov, y éste acabó por apartarle de la jefatura moscovita del partido en 1987 y del Politburó en 1988.
Para entonces Yeltsin había adquirido ya una gran popularidad como líder de quienes consideraban insuficientes las reformas de Gorbachov y, tan pronto como se permitió la celebración de elecciones pluripartidistas, accedió por una amplia mayoría al Congreso de Comisarios del Pueblo y a la presidencia de la República Socialista Federativa Soviética Rusa, que en 1990 era hegemónica en su seno. Fue entonces cuando rompió definitivamente con el Partido Comunista y proclamó un programa político de ruptura, basado en la construcción de una economía de mercado y en la autonomía de las Repúblicas con respecto al poder central de la Unión.
La celebración de unas elecciones presidenciales directas en Rusia en 1991 le otorgaron una cómoda victoria, aunque la consolidación de su posición política la alcanzaría meses después, cuando hizo frente al golpe de Estado de los comunistas contra el gobierno reformista de Gorbachov, supuestamente retenido en una casa de recreo en la Costa del Mar Negro. Fue entonces cuando Yeltsin se hizo merecedor de su mejor recuerdo, subido a un tanque, y arengando a las masas y a los militares leales para que defendieran la democracia.
Convertido, tras el fracaso golpista, en el líder más influyente del momento, Yeltsin aprovechó para apartar a Gorbachov y acordar, junto con los presidentes de las otras dos repúblicas eslavas, la disolución de las URSS y continuar su andadura por separado como Estados soberanos, asociados en una vaga Comunidad de Estados Independientes.
Al frente de esa nueva Rusia independiente fue cuando Yeltsin mostró su cara más amarga y su carácter más contradictorio al desarrollar una política encaminada, no tanto a consolidar y desarrollar la transición a la democracia, como a reforzar su propia autoridad, imponiendo un sistema político de corte presidencialista. Quien tantos gestos de aproximación había dado a las democracias occidentales y tanto había combatido las liberticidas nostalgias de comunistas y nacionalistas, pasó a oponerse enérgicamente a la ampliación de la OTAN hacia los países del Este. Eso, por no hablar de cuando la proliferación de sentimientos nacionalistas y procesos de autodeterminación, que él mismo había auspiciado, le obligaron a reprimir por la fuerza el intento de secesión de la República rusa de Chechenia.
En cuanto a su prédica por la economía de mercado, Yeltsin no supo el irrenunciable papel que en ella juega la Ley y el Estado de Derecho, así como el decepcionante papel que pueden desempeñar las privatizaciones si no se protegen de la arbitrariedad y los tentáculos del clientelismo político. A nadie debería sorprender, pues, el lamentable y determinante peso económico y político de las mafias en Rusia, o de que Yeltsin acabara salpicado por esa misma corrupción, cuya denuncia le había servido en el pasado de trampolín para su carrera política.
Ese es el sabor agridulce, en definitiva, que deja el recuerdo de Boris Yeltsin, poco mejor que el que ofrece la trayectoria de Rusia de las últimas décadas. Y es que, como dijo Revel, una cosa es el final del comunismo, y otra el final de sus secuelas. Pocos dirigentes lo ejemplifican mejor que Boris Yeltsin.