Al Gore, el apóstol del calentamiento global, lo más cerca que ha estado ningún país desarrollado de tener un ecologista radical como presidente, posee una mina de cinc que, según él mismo, ha sido una de las más "sucias" de todo Estados Unidos. Esto se sabe poco después de que se diera a conocer su abultada factura eléctrica, que multiplica por veinte la de una familia norteamericana media, y que de hecho aumentó tras el estreno de su oscarizado documental Una verdad incómoda, que Zapatero quiere obligar a ver a nuestros hijos.
Al Gore se ha destacado, desde que escribiera en 1992 su libro La Tierra en juego –en el que daba más valor a la vida de ciertos árboles que a las vidas humanas que la tala de los mismos salvaban–, por defender soluciones ecologistas radicales para los problemas del medio ambiente. Ha defendido sus ideas no desde un punto de vista pragmático y tecnocrático sino en un tono moralista y mesiánico. Nada de malo tendría desde el punto de vista de un defensor racional del medio ambiente gastar mucha energía, si se le da buen uso, o poseer minas de cinc, si se procura tomar precauciones para reducir en lo posible la contaminación que su explotación pueda causar. Sin embargo, ni Gore ni quienes le hacen la corte adoptan ese punto de vista.
El problema es que el ecologismo se ha transformado en una religión con sus dogmas de fe y sus herejías. En ella, es pecado gastar mucho dinero en electricidad o poseer minas de cinc, y más aún si se ejerce de sumo pontífice del ecologismo, pretendiendo con sus sermones que todos nos convirtamos, a la fuerza si fuera menester. Los herejes –por ejemplo, los climatólogos que dudan del dogma del CO2 como causa del calentamiento global– reciben amenazas de muerte, se les insulta calificándolos de vendidos a las "multinacionales" y de "negacionistas" y son condenados al ostracismo y, en algunos casos, a no recibir fondos estatales para sus investigaciones. En ese universo moral, que Gore practica y promociona, el ex vicepresidente de Estados Unidos es un completo hipócrita.
Estamos necesitados de un movimiento de defensa del medio ambiente que no sea alarmista, que trate los problemas en su justa medida y que sea capaz de elegir el menor de entre dos males –por ejemplo, entre el calentamiento global y la energía nuclear–, en lugar de intentar imponer falsas soluciones que sólo sirven para acallar su conciencia. Lo que está claro es que, si alguna vez llega a existir, Al Gore no formará parte del mismo.