Navarra ha salido a la calle con el aliento y el calor de gentes del resto de España, que se han sumado a la manifestación en defensa de las instituciones navarras y de la libertad de sus ciudadanos. De nuevo, como en las reuniones ciudadanas contra la negociación del Gobierno con ETA o contra la humillación de las víctimas, el civismo ha sido la característica más notable de quienes se manifestaron. Ondeaban las banderas de España y de Navarra amparadas por la Constitución y por la historia, conscientes de que hoy son signo también de nuestra libertad.
En contraste violento con la concentración en Navarra, en Madrid se celebraba otra manifestación, nominalmente contra la guerra de Irak, pero que concluía con la sincera expresión, vertida desde la megafonía de la organización, de un deseo: la ilegalización del Partido Popular. No es la primera vez que ocurre; ya tuvo lugar una ridícula concentración exigiendo lo mismo tras el histórico 10-M. Acompañaban ese deseo con lemas contra ese partido, y el lugar de las banderas constitucionales de España lo ocupaban las de regímenes anteriores, o las de regímenes tiránicos de otros países. Otra vez más vemos que los socialistas no utilizan su bandera, que es la de todos, porque no quieren. Como tampoco quieren que las demás sí la saquen a la calle.
En ambos casos el comportamiento cívico está a la altura del mensaje último de la manifestación. Si en la primera latía el deseo de que el Gobierno no patrimonialice las instituciones navarras para utilizarlas de moneda de cambio ante los terroristas de ETA, si en ésta los ciudadanos se aferraban a la Constitución y a las instituciones como lo hacen a su libertad, que ven amenazada, en la segunda se utilizaba el cascarón de oponerse a la guerra de Irak, que es respetable, para exigir la aplicación legal del cordón sanitario.
José Luis Rodríguez Zapatero ha tomado ante las dos manifestaciones, la una multitudinaria, la otra no, la actitud que cabía de él esperar. La primera la ignora. Los convocantes le exigían que aclare su posición respecto de lo que debe ser el futuro de Navarra, y ni se ha dignado en responder. Y con la segunda ha incidido en su sempiterna estrategia de denigrar al único partido que hay en la oposición.
Está claro que, mientras no lo hagan las urnas, nada va a detener a Rodríguez Zapatero en su política. No le detiene la Constitución, que en el fondo le parece un incómodo legado de la Transición que él desprecia; no le detiene la moral, que desconoce; no le detiene el sentido común o el amor a su patria, que para él es cualquier cosa menos España. Y no le detiene la reacción cívica de millones de personas que recurren a las libertades que aún les quedan para decir, simplemente, que no están dispuestas a transformar a España en lo que no es, ya sea por el pago a las exigencias de sus mayores enemigos, ya por las veleidades de un iluminado. Por ese motivo las elecciones de mayo, y las generales que vengan, resultarán de una importancia crucial.