Obra en mi poder el último comunicado oficial de la L´Ajuntera pa la Plática, el Esturrie y el Escarculle de la Llengua Murciana, institución académica surgida de un sínodo de iniciados locales con el propósito de fomentar "el reconocimiento y la protección del murciano". Según me informan los directivos de L´Ajuntera en ese documento, la entidad ha promovido iniciativas legislativas varias encaminadas en tal dirección; importantes proyectos que en estos momentos se mantendrían bajo custodia de la Presidencia de la Comunidad. Ni siquiera he sonreído al leerlo. Nadie que conozca, pongamos por caso, el Estatuto de Autonomía de la Realidad Nacional Andaluza puede volver a reírse con estas cosas.
Al contrario, me ha venido a la mente don Antonio Mingote; pero no su humor, sino su pensamiento. Mingote es un hombre que ya ha alcanzado esa edad en la que incluso un periodista se puede permitir el lujo de decir lo que realmente cree con garantías de impunidad. De ahí que, aunque sólo fuera por eso, convenga siempre escucharlo. Así, en la última entrevista que le leí sostenía que éste es un país raro, demasiado raro; que, por ejemplo, el pueblo puede llorar amargamente por un culebrón televisivo y, al tiempo, resignarse con absurda indiferencia ante desdichas colectivas asoladoras.
Está por estudiar el origen último de esa anomalía hispana; de esa rareza tan profunda, tan estructural, tan crónica, tan nuestra. ¿Cómo comprender si no a la única izquierda del mundo que sufre auténticos ataques de urticaria frente a la menor exhibición pública de los símbolos de la Nación? Una izquierda esquizofrénica que llama "fascista" y "reaccionario" a quien no se avergüence de la bandera de las Cortes de Cádiz, el estandarte que, en 1812, elevó a la categoría de ciudadanos a los siervos de la gleba. ¿O cómo comprender si no a la única izquierda del mundo que considera progresista, liberador, retornar al orden jurídico y territorial del Antiguo Régimen?
Una izquierda tan ágrafa como amnésica que sueña todas las noches con la España plural y con la nación de naciones. Como si los planos de ese callejón del Gato estuviesen dibujados en el futuro más radiante, y no enterrados el más sórdido de los pasados. Como si la monarquía feudal de los Austrias no hubiese sido ya su genuina nación de naciones; con aquellos reyes que lo eran de Castilla, de Aragón, de Navarra y de las Indias; y con aquellos siervos que sólo dejarían de serlo cuando las primeras Cortes realmente españolas redactaron la Constitución del Estado unitario y liberal "para el buen gobierno y recta administración del Estado. Una sola nación, España; un solo Estado, el Estado español, y una sola monarquía".
Sí, tiene razón Mingote; somos un país raro, demasiado raro. Nadie se extrañe, pues, de que hasta la gloriosa armada invencible de Tonet vuelva a navegar ahora surcando los charcos del jardín de La Moncloa.