Hubo aquí un tiempo glorioso en que todo el mundo era capitán. Una época en que el más tonto no hacía relojes porque dedicaba su tiempo a arreglar el accidente de un petrolero. Iba uno a comprar el pan, y por el mismo precio de la barra se llevaba la solución final del chapapote. Acudía al cerrajero y éste le entregaba la llave del saber qué hacer con un monocasco de 81.589 toneladas que soltaba fuel en medio de una borrasca. El furor praestigis afectaba tanto al actor rebelde con serie en la televisión fraguista como a la señora usuaria de visones ajena a los futuros dictados del modisto y no modesto Pepiño. Poseídos por él, muchos medios perdieron la cuenta de las mareas negras que iban y venían de sus titulares, aunque no la de los ingresos extra que trae una buena catástrofe. Pocas veces disfrutamos de tal elenco de charlatanes y profetas como en la era de la negra sombra del Prestige. Qué espectáculo. Hasta se echa de menos a los más estrafalarios. ¿Dónde estarán los que anunciaron el percebe mutante? ¿Aferrados a la roca de la subvención, tal vez?
Cualquiera sabía entonces qué decisiones procedía haber tomado. Cualquiera, menos quien tuviera alguna responsabilidad en el asunto, que ése naturalmente carecía de conocimientos. Y el caso es que no bulleron en balde tantas neuronas. Aquel intelectual colectivo produjo algo. Alumbró un dogma. El cual venía a decir que nunca, bajo ninguna circunstancia, había de alejarse a un buque accidentado de la costa. Jamás de los jamases debía enviarse tal marrón al quinto pino. A ese pino, y a ser posible para colgarlo de una de sus ramas, tenía que mandarse a quien diera tal orden. Y si, además, al barco en cuestión se le cambiaba de rumbo en su periplo, entonces el delito era para juicio sumarísimo y fusilamiento en el acto. Por esos artículos de fe juraron muchos. Entre ellos, los que hoy ocupan las poltronas del gobierno central y del gallego. O sea, los mismos que hace unos días apartaban del litoral al Ostedijk con sus fertilizantes descompuestos. Y los mismos que acto seguido lo hacían pasear de sur a norte.
Es lo que tienen los dogmas inspirados por el oportunismo. Que sus mismos creadores han de incumplirlos cuando les toca bailar con los sucesos. Y entonces el espectáculo consiste en oírles decir digo donde dijeron Diego. En que Touriño defienda el alejamiento y reconozca que los vientos condicionan el rumbo. En que acepten él y su segundo de a bordo que no toque puerto el Ostedijk, por la sencilla razón de que no hay alcalde que quiera envolver a su pueblo, a sólo meses de las municipales, en una nube tóxica. Y consiste en escuchar el silencio de los intelectuales comprometidos con la mar sagrada y salada. Y en contemplar la discreción de los medios que hicieron su agosto un invierno con el alarmismo. Es cosa de ver su contención, la prudencia que destilan, el modo en que aseguran que no hay riesgos. Aún no se había enfriado la carga y ya enfriaban la noticia. Las obvias diferencias entre uno y otro caso no explican por sí solas tan completa mutación. La clave de que sea bueno ahora lo que antes era dañino reside en que no hace falta mandar al quinto pino al Gobierno en ejercicio. No hay que atizar la movilización ni el odio a cuenta de un accidente marítimo.
Reina la calma mientras serpea la gestión más o menos desafortunada del estropicio. Hubiera sido lo suyo cuando el Prestige. Pero lo convirtieron en un Apocalipsis. Entonces se acababa el mundo, ahora no pasa nada. Los que provocaron aquel estallido de histeria callan. Fueron tóxicos entonces y hoy, sólo irritantes. Como los gases del barco holandés que ya se ha ganado el sobrenombre del errante.