Rodríguez Zapatero ha desautorizado cualquier plan del Ministerio de Defensa que implique un aumento de los efectivos de España en Afganistán. Congelar el número de soldados en ese país, a los que además se impone todo tipo de restricciones para que no puedan enfrentarse a unos terroristas talibanes que cada vez los acosan con mayor cercanía, sólo puede ser interpretado como un paso previo para una previsible retirada de nuestras fuerzas si las cosas se ponen feas, como parece que sucederá en primavera.
La operación en Afganistán guarda un enorme paralelismo con la intervención en Irak. En ambos casos se trata de garantizar la estabilidad del país para poder asentar un gobierno libre y democrático. En ambos casos el enemigo es común, una mezcla de residuos del anterior régimen totalitario junto con una amalgama de terroristas que piensan que Irak y Afganistán deben ser los primeros teatros en los que Estados Unidos y Occidente muerdan el polvo de la derrota. Si en ambos países consiguen su objetivo, el escenario futuro no puede ser más terrorífico para el conjunto de Occidente.
Un presidente que hizo de la oposición a la guerra el argumento fundamental de su victoria electoral, que ha hecho de la paz universal el eje único de su acción de gobierno y que precipitó la retirada de nuestras tropas de Irak para evitar bajas, no tiene ahora la legitimidad política ni la fuerza moral para participar en una guerra en Afganistán, enfrentarse militarmente a quiénes considera uno de sus interlocutores en la Alianza de Civilizaciones y asumir la muerte en combate de soldados españoles en una operación de la OTAN a miles de kilómetros de nuestras fronteras.
El problema es que si la retirada de Irak tuvo un tremendo coste en nuestra credibilidad internacional y en nuestra relación con la primera potencia del mundo, una relación que aún no se ha podido normalizar, la retirada de Afganistán nos enfrentará directamente al conjunto de nuestros aliados y cuestionará seriamente si España puede seguir siendo considerado en el futuro como un país occidental.
Nada de esto parece preocupar en exceso a nuestro presidente. En Zapatero el ansia infinita de paz se confunde muy fácilmente con su ansia no menos infinita de poder. Dinamitado su plan de paz para el País Vasco, el Gobierno simplemente no puede permitirse involucrarse en una guerra que recuerda demasiado a aquella gracias a la cual ganó las últimas elecciones. No se lo puede permitir por alto que sea el precio que paguemos como país.