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Serafín Fanjul

Intelectuales al acecho

Uno se pregunta si quienes escribimos libros –y en ocasiones hasta los leemos– entramos en la categoría intelectual. La melancolía del fracaso anida en nuestros corazones: jamás alcanzaremos el nivel de Pilar Bardem o Ramoncín.

Gozar de una pequeña o gran destreza para pintar con la boca, rellenar crucigramas con los pies o, incluso, para reparar un coche con las manos, no otorga autoridad moral, sapiencia inobjetable o sentido incontrovertible de la justicia. Añadan ustedes cuantas habilidades quieran y gusten y no harán sino reforzar el peso de mi platillo: el electricista que sí sabe arreglar la avería, el fontanero que no le cobra de más o el peluquero que consigue estarse callado. La lista es inagotable. Por tanto no se comprende a ciencia cierta de dónde viene a los autotitulados intelectuales –a ser posible "comprometidos", aunque el término va cayendo en desuso por poco postmoderno– el papel de conciencia ética de la sociedad. Primero habría que ponerse de acuerdo en el significado de la palabra misma: ¿Quién es, o qué es, un intelectual? En tiempos felizmente superados decíamos que eran "trabajadores de la cultura" o, más genéricamente, quienes trabajan con el pensamiento. Vaguedades. Un médico, un arquitecto o un asesor fiscal eficiente en facilitar la evasión de impuestos ¿no entran en esos grupos? Y aun podríamos enredar más el panorama tratando de traducir a román paladino la voz "cultura". Ustedes no me lo perdonarían.

Sin embargo, por decreto caído de un cielo laico, hace muchos años que soportamos el jupiterino rayo con que nos fulminan, en inapelables dictámenes sobre esto y aquello, actores o directores de cine –supongámoslos buenísimos a todos en lo suyo–, escritores plúmbeos o excelentes y presentadoras de televisión, de esas que cometen faltas de ortografía hasta cuando hablan. Saben de todo y no se limitan a opinar sobre tan menguado campo: monopolizan el vocablo justicia y reparten apoyos y condenas entre gentes que, muchas veces, no les dieron vela para ir de entierro, ni bola para jugar. Uno se pregunta si los académicos de la Historia, los catedráticos de Universidad o quienes escribimos libros –y en ocasiones hasta los leemos– entramos en la categoría intelectual. La melancolía del fracaso anida en nuestros corazones: jamás alcanzaremos el nivel de Pilar Bardem o Ramoncín. Ya se trate del régimen cubano, los palestinos o el hundimiento del Prestige, no estamos a la altura. Por adocenados y entretenidos en estudiar antiguallas y –si hay suerte– difundir un alguito lo que estudiamos, imposible equipararnos con la capacidad de interpretar un personaje, aprenderse un papel –¡hasta sin morcillas!– o hacer como que se canta con un micrófono en la mano.

Decididamente, intelectuales sólo son ellos y fungen bien de tales cuando se agolpan en cerrado rebaño al silbido del pastor, garantía de pasto y forraje, de aprisco calentito y hasta de paseos de balde por dehesas lejanas. Obedientes y agradecidos, reservan para luego el pase por caja pero, de momento, quienes nunca han dicho ni "mu" –que tan bien les cuadraría– sobre los crímenes de la ETA, por ejemplo en el Festival de San Sebastián, si la banda vasca pone una bomba en Barajas, ellos arremeten contra el PP, siguiendo, o adivinando, los deseos del caporal. Hay que andar listos, no sea que otro más veloz nos madrugue el manifiesto. A codazos en la mesa o tras la pancarta para chupar cámara –la sal de la vida– y que Dixie se percate de nuestra presencia al pasar lista, cerramos, con boina o sin ella, contra la derecha gótica, cerril y medieval.

– Oiga – se mosquea el paisano – que la bomba la puso la ETA.
– ¿Y eso qué importa? La culpa es de Aznar.
– ¿Y no le parece un poquito exagerado escribir en las pancartas "PP = ETA"?
– Todo el mundo sabe que son la misma cosa. Además, Felipe (con perdón) nos sirvió de guía: "Aznar y Anguita son la misma mierda". ¿Va usted a discutir las sagradas escrituras?
– Y comparar a las víctimas del terrorismo con la ETA, ¿no resulta demasiado?
– Cándido Pepiño Peces estableció la doctrina y los trabajadores de la cultura sólo tenemos un camino honesto: aplaudir.
– Pues a mí se me hizo muy feo que hace tres años no quisieran ni cogerles una pegatina, cuando estaban a la puerta del festejo, sin glamour pero con lluvia, tratando de entregárselas.
– Es que lo nuestro es el arte, no la politización, como pretende el PP manipulando a las víctimas que, oiga, por cierto, algo habrían hecho cuando unos hombres (y mujeres) de paz como los etarras no tuvieron más remedio que defenderse de ellos recurriendo a acciones armadas.
– Ahora que dice lo del arte, a mí me gustaría que alguna vez hicieran películas como Master and Commander, El ilusionista, El perfume o Apocalypto. O como Alatriste, vaya.
– Eso es fascismo, sueños imperiales, ridículas nostalgias de la España casposa que, con tanta razón, adjetivó el gran Rubianes, al cual debemos un homenaje como precursor en la definición final de este país de mierda. Epitafio y colofón, parada y fonda, Ortega y Gasset, Pi i Margall...
– Pare, pare, que no le sigo en esas honduras intelectuales.
– Además, ya lo ha dicho la Academia: aquí sólo suenan la charanga y pandereta de Almodóvar.
– Pero los espectadores dicen otra cosa.
– Vos sos otro facha atorrante.
– Si usted lo dice...

En Sociedad

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