El atentado del aeropuerto de Barajas ha significado muchas cosas. Entre otras, la evidencia de que Rodríguez Zapatero nos había embarcado a todos los españoles en un auténtico embuste de efectos demoledores y que, lo que es aún más grave, todavía no ha terminado. Es, desde luego, la crudeza de los resultados del proceso de rendición iniciado por el Gobierno y del que no conocemos todavía su verdadero desenlace.
Pero, además, el atentado de Barajas significa la demolición de una forma de hacer política que llevamos sufriendo desde hace tres años. Rodríguez Zapatero pensó que con su talante entre zalamero y engañoso iba a ser capaz de gobernar España, y los resultados ya los tenemos aquí. Tres años después sigue sin investigar el 11 de marzo, ha azuzado la división entre los españoles, ha roto el consenso constitucional, ha dinamitado el modelo nacional, ha alentado el independentismo en algunas comunidades autónomas, ha arrinconado la religión, ha maltratado a la familia, ha aplicado un plan de inmigración que ya se ha convertido en un problema nacional y ha sido incapaz de gestionar lo cotidiano, ofreciendo el Gobierno una imagen lastimosa y mezquina.
El atentado de Barajas es, pues, el final de una etapa de hacer política vacía, ruin, sectaria y partidista. Es el ocaso de un presidente que había pensado que él era el artífice de la democracia española, que sus aportaciones a la vida de los ciudadanos eran espectaculares y que la historia de España tendría un antes y un después con Rodríguez Zapatero. Hay que reconocer que en esto último ha tenido una presciencia casi visionaria, siempre que se interprete en clave negativa. Con Zapatero, la democracia española se ha deteriorado, la estabilidad se ha puesto innecesariamente en juego, la crispación ha aparecido por decreto, la destrucción de la transición se ha puesto de moda, la persecución de la normalidad y del respeto se ha convertido en lo habitual, el desprecio a la convivencia de los últimos 30 años se ha impuesto por obligación. Ese es, en definitiva, el estilo, las obsesiones y las fijaciones de Rodríguez Zapatero, que se han desplomado el pasado sábado estrepitosamente.
Zapatero ha quedado en evidencia ante la opinión pública. Sus políticas ineficaces, sus triquiñuelas dialécticas, sus arranques ideológicos, sus constantes persecutorias se han desvanecido tal como llegaron. El presidente nunca ha querido aclarar la verdad sobre los atentados del 11 de marzo, punto de origen de la presente legislatura, y por lo tanto ahora se encuentra sin argumentos para salir adelante. Estamos ante un Gobierno acabado, sin programa y sin gestión. Todo estaba abandonado al último regate dialéctico del presidente y eso se ha acabado. El 30-D es el final de una etapa de hacer política de Rodríguez Zapatero. Y todo indica que el presidente no sabe hacer otra cosa que lo que ha hecho, por lo que el futuro no puede ser más negro y sobrecogedor. Pronto saldremos de dudas.