Si digo Stormhoek, la mayor parte de mis lectores se encogerá de hombros y no tendrá ni idea de lo que estoy hablando. Si les digo que se trata de un vino, y además, sudafricano, el gesto cambiará y pasará a ser de total y absoluta indiferencia. En general, el aficionado al vino en España tiende a pensar, con excepciones, que fuera de España se le ha perdido más bien poco, y que Sudáfrica es un país capaz de evocar algunas cosas, pero ninguna de ellas relacionada con un buen vino. Esa misma sensación, o al menos parecida, era la que ocurría en el Reino Unido hace año y medio. La marca Stormhoek era igual de desconocida que aquí, y el vino sudafricano tal vez tuviese un reconocimiento algo mayor –entre otras cosas debido al escaso chauvinismo del bebedor de vino británico, país en el que las condiciones climáticas no resultan demasiado propicias al cultivo de la vid–, pero tampoco tenía una consideración espectacular.
Hace año y medio, la entonces desconocida marca de vino decidió hacerse un planteamiento interesante: somos desconocidos en este mercado, pero nosotros sabemos que lo que hacemos, y lo hacemos bien. No somos el mejor vino del mundo, pero sí somos un buen vino dentro de nuestro rango de precios, y nos gustaría que eso se supiese, y que las personas a las que les gusta el vino nos probasen. ¿Qué hacer en un caso así? Un consultor de marketing habría recomendado seguramente una campaña de publicidad en medios masivos, tal vez en televisión o en radio, o el patrocinio de programas especializados, o tal vez una inserción de anuncios en prensa, todos ellos diciendo que Stormhoek es el mejor vino del mundo, que provoca sensaciones irrepetibles, que convierte a quien lo bebe en irresistible para el sexo opuesto, o que es el vino que beben los que de verdad saben de vinos.
Cualquiera de esos mensajes emitidos a través de esos medios es algo habitual en nuestras vidas, nos tropezamos con ellos a cada paso. El problema, por supuesto, es que son, en casi todos los casos, una torpe y soberana mentira que no resiste el más mínimo análisis serio. Verá, de todos esos productos que afirman ser los mejores del mundo en su gama, sólo uno lo es, y seguramente ese sea el que no lo diga, o incluso el que no se anuncie. No todos los detergentes son el que lava más blanco, sólo uno lo es de manera objetiva. No todos los automóviles hacen sentir cosas irrepetibles al conducirlos, ni tampoco las colonias le convierten a uno en un irresistible objeto de deseo sexual. Se trata, lisa y llanamente, de mentiras. Mentiras con las que hemos aprendido a convivir todos los días, hasta tal punto que incluso concedemos premios a quienes las cuentan con más gracia, elevando la publicidad casi a la categoría de arte. Pero la publicidad no suele ser verdad, sino publicidad. Lo sabe usted que la ve, pero también el que fabrica el producto, el que presta el servicio, el creativo que idea el spot, el que lo filma, el que lo distribuye a través de un medio de comunicación... es la gran mentira de la publicidad, algo con lo que nos han acostumbrado a vivir desde hace mucho, mucho tiempo.
Pero volvamos a nuestra pequeña marca de vino sudafricano, una pequeña bodega que vendía en aquel momento unas cincuenta mil cajas anuales, y que estaba ausente del mercado inglés. Lo que se le ocurrió, simplemente, fue tan sencillo como explicar lo que hacían. Le contaron su historia a un cierto número de gente a través de un blogger conocido, Hugh Macleod. Promovieron la prueba del producto, llegando al punto de enviar a cada blogger que lo solicitó una botella con la etiqueta personalizada, contaron detalles acerca de los viñedos, de la recolección, de sus procedimientos, de sus etiquetas... todo rigurosamente cierto, como realmente lo hacían, sin pretender ser el mejor vino del mundo, sino simplemente un vino bueno dentro de su segmento de precio. Un vino que creían que valía la pena probar. Y así lo contaron... y funcionó. Sin un sólo anuncio en prensa, ni en radio, ni en televisión simplemente contándolo a la gente a través de difusión de persona a persona, de página en página, generando interés y, sobre todo, diciendo la verdad, creyendo que la verdad merecía ser contada.
Un primer año diciendo la verdad mostró pruebas inequívocas de que la cosa valía la pena: las ventas se duplicaron. Medio año más y se cuadruplicaron. Si todo sigue como hasta ahora, para el segundo trimestre de este año que empieza, cuando se cumplan dos años del inicio de esta estrategia –si es que se puede dar ese nombre a algo tan sencillo–, las ventas se habrán quintuplicado. Y las personas que hayan probado el vino habrán desarrollado, además, un sentimiento de identificación con él mayor que con todas esas marcas que no les contaron más que grandilocuentes mentiras.
La red permite mantener conversaciones, establecer contactos, contar historias. Algo bueno, sobre todo cuando hay temas sobre los que conversar, personas a las que les puedan interesar e historias que merezcan ser contadas. Para muchos productos, la estrategia de ser sincero y contar la verdad es la lógica, la razonable, la que puede dar mejor resultado. En este caso, claramente lo fue: el vino se ha consolidado en el mercado británico y el caso es tan interesante que hace poco lo sacaron en los informativos de difusión nacional. Simplemente diciendo la verdad, una estrategia sin duda sencilla y, además, muy barata. Mucho más barata que el buscar formas inéditas y complejas de contar mentiras.
A este lado del túnel, contar mentiras es algo mucho más complicado: no es fácil engañar a todo el mundo durante todo el tiempo. Seguramente, el caso de Stormhoek no sea aplicable a todo ni a todos. Pero a lo mejor le ayuda a replantearse lo que creía saber de publicidad.