"El toreo es probablemente la riqueza poética y vital de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas, debido principalmente a una falsa educación pedagógica que nos han dado y que hemos sido los hombres de mi generación los primeros en rechazar. Creo que los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo". Nadie –incluida la ministra Narbona– tiene por qué compartir esta valoración que, de la Fiesta Nacional, hacía Federico García Lorca. Entre otras cosas porque el rito de burlar al toro, luchando con él y esquivando sus ataques hasta darle muerte, entra de lleno en el campo de la sensibilidad, y la sensibilidad, como la memoria, es esencialmente subjetiva.
Por ello mismo, la ocurrencia de prohibir la muerte del toro en el ruedo no sólo supondría la sustracción de una parte consustancial al ritual de la lidia, sino también de esa sensibilidad, soberana de nuestras pasiones, que, como decía Shakespeare, nos dicta a cada uno lo que debemos amar o detestar.
Aunque muchos dirigentes socialistas hayan corrido a desmarcarse de la propuesta de la ministra, calificándola como una proposición a título personal, su ocurrencia no deja de ser otra entrega de ese asfixiante intervencionismo con el que el Gobierno se arroga competencias que pertenecen a cada uno de los ciudadanos, como las referentes a lo que cada uno debe comer, beber, inhalar, recordar o contemplar.
Ni que fuéramos ganado...