Acabo de ver un reportaje aterrador en la tele. Iba sobre la cultura de unos que andan por la selva de Uganda y que se hacen llamar ik. Resulta que esos ik profesan desde el origen de los tiempos la solidaridad institucionalizada, una suerte de quimera zapateril en versión preindustrial. Porque el asunto va de ser muy bueno, constantemente. Y de hacer favores sin parar y sin que nadie te los pida. Por ejemplo, cuando un ik se va a dar una vuelta por ahí aparecen otros cincuenta y le aran sus campos. Qué bien, se dirá. Sí, pero al volver el pobre paseante ha contraído cincuenta deudas perpetuas sin comerlo ni beberlo.
Que otro decide hacer unas obras en su choza, pues de repente hay cien cooperantes espontáneos mareando por allí. Y todo así. Nadie se puede librar del altruismo del prójimo. Sólo quien conozca la vida en esos chalecitos de las afueras alcanzará a comprender el infierno cotidiano de los ik. En mi caso, apenas llevaba una semana instalado en uno cuando empecé descubrir que el personal de la urbanización iba de lo mismo. Así, aún no había desembalado los muebles, y el vecino de al lado ya se me colaba hasta la cocina con la coartada de que yo podía husmear en su casa cuando quisiese. Por lo demás, de nada me serviría colocar aquel candado enorme en la puerta del jardín: cada día saltaba la verja un nuevo intruso decidido a procurarme una existencia más feliz.
En verdad, lo suyo sería el egoísmo solidario, que no la solidaridad egoísta. Como en el reportaje de los de más abajo. Y es que, más abajo, a otros que andan entre Zimbabwe y Sudáfrica les han privatizado los elefantes salvajes. Como lo oyen, elefantes salvajes privatizados. Y saben qué ha pasado. Pues que, en vez de amargar la existencia a los demás, se espabilan en procurar que los elefantes anden bien alimentados, y en vigilar que no se cuele ni un furtivo por allí. Los animales viven a su aire, sueltos, como siempre. Eso sí, si le quieres pegar un tiro a uno o, simplemente, hacerle unas fotos, antes hay que hablar con los de la tribu y pagar. De entrada, suena un poco cafre, pero los resultados han sido espectaculares. Con decir que en Zimbabwe apenas quedaban treinta mil elefantes en 1970, y ya andan por los setenta mil.
En fin, ahora comprendo por qué aquellos enanitos que gastaba mi vecino en su palmo de césped me inquietaban tanto. Por algo no se parecían en nada a esos de Blancanieves que hay en todos los jardines. Eran pequeños ik.