Por doquier sorprende el fuego de artificio identitario, sus chispazos ancestrales. Y llama la atención que, en pleno despliegue nacionalista, tan poca novedad aporte la doctrina. Inferimos que se trata de lo de siempre: fiebre alta, visiones, pereza, romanticismo regurgitado, ansia infinita de riqueza.
Todo nacionalismo exige el sacrificio de la libertad. La razón es simple: los seres humanos (y aun las bestias) sitos en el territorio elegido (siempre lo es) se ven obligados a imitar en sus conductas, en sus desahogos e idioma, en su forma de trabajar y de amar, el imaginario amañado que produjeron unos fanáticos y difundieron unos oportunos financiadores. Así, el doctor Robert (no confundir con el de los Beatles) necesita en algún momento de su posteridad la concurrencia del banquero Pujol. Con tesón, se inoculará hasta tal punto el virus en los casuales habitantes del nordeste peninsular que escolares y artistas, periodistas y tenderos imitarán fantasmagorías seculares. Realidad que imita, no al arte, no a la ficción, sino a la pesadilla.
Una colección de enajenados sin medicar acaba pareciendo, con el tiempo, una generación intelectual. Hace más de un siglo que la broma periférica se vistió de largo para celebrar a su manera el Desastre del 98. Lo producido era terrible, pero era. Vertidos –o escritos– que hoy permiten establecer la inequívoca adscripción de los padres de la cosa: racismo, eugenesia, frenología...
Pero escribieron, orates y todo. Por el contrario, ¿en qué consiste ahora el nacionalismo periférico y antiespañol? ¿De qué se nutre? ¿En qué se basa? ¿A dónde apunta? Fatalmente absorbidos los ismos ideológicos por el tornado posmoderno (la era del vacío y tal), a la política no le queda estrictamente ni la propaganda; le queda la mera publicidad. Simplicísima, reiterativa, burdamente emocional. Como resultado, el desafío ni siquiera es el nacionalismo; es el necionalismo. Ni caso.