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José María Marco

La ministra de la hamburguesa

No creo que la chistorra, las croquetas, la morcilla, los bocadillos de calamares, la ensaladilla rusa, el mazapán o el turrón de Jijona tengan menos calorías y menos grasas que las sufridas hamburguesas.

Cuando a Elena Salgado la echaron de la gerencia del Teatro Real, allá por el año 96, la farándula subvencionada le organizó un fiestongo en los bajos del Teatro María Guerrero, sede del Centro Dramático Nacional. Es probable –no puedo asegurarlo– que la mitad de los asistentes a aquel desmadre retroprogresista fueran poli toxicómanos, y el resto alcohólicos. Sea lo que sea, defendieron con entusiasmo previsible a Elena Salgado y la independencia del arte y la cultura, que para esta gente viene a ser hacer lo que les dé la gana con dinero de los demás. El dinero de nadie que dice Pixie y Dixie. Por un rato, Elena Salgado debió creerse la Pasionaria o la Fabiola de Quo Vadis transmutada, por la magia del rojerío, en mártir progresista.

Según cuenta Virginia Drake en su biografía de Esperanza Aguirre, Elena Salgado ingresaba por aquella tarea 21 millones de pesetas anuales del dinero de los contribuyentes españoles. Veintiún millones de los de hace diez años. Los cobraba, eso sí, para la noble causa de fomentar "una política cultural arriesgada e innovadora", que es el papel que siempre se asignan los burócratas con pretensiones de vanguardistas. Cito sus propias palabras, las de Salgado.

Ahora Elena Salgado, lejos ya de "la política cultural arriesgada e innovadora", ha encontrado otra causa aún más digna. Zapatero la nombró ministra de Sanidad, me parece, y como todos sabemos, la sanidad pública en España no tiene ningún problema. No hay listas de espera, ni falta de personal, ni pacientes descontentos, ni agresiones, ni saturación de camas, ni tratamientos dudosos, ni nada de nada. En fin, que Elena Salgado, con todas las competencias transferidas y un sistema en que los enfermos son tratados con mimo exquisito, vive en el mejor de los mundos posibles.

Por eso se le ha ocurrido que la mejor forma de justificar su situación administrativo-política es lanzar una cruzada contra Burger King por el tamaño de algunas de sus hamburguesas. Será también para exhibir su antiamericanismo, una forma de hacer méritos ante su jefe, o para fomentar la anorexia entre los jóvenes españoles y así lanzar otra campaña propagandística. A costa de nuestros bolsillos, ni que decir tiene.

Elena Salgado no debe de saber que quienes se instalaron al otro lado del Atlántico lo hicieron, entre otras cosas, para no volver a pasar nunca, jamás, el hambre que habían pasado en la subdesarrollada Europa. Lo consiguieron gracias a su esfuerzo y a una organización política muy sofisticada que hasta ahora les ha garantizado, sin rupturas, la libertad, la igualdad de oportunidades y en consecuencia, la prosperidad y la riqueza. La hamburguesa, tan prosaica, es uno de los símbolos de este éxito. Pero para Elena Salgado, con el sueldo que cobraba en 1996, eso le debe resultar una vulgaridad. Los 21 millones no le darían probablemente para mucho caviar beluga, pero sí para alguna entrada de mousse de cabracho de pincho en su lecho de verduritas frescas, a ser posible con jugo sublimado de facha del PP.

Lo malo es que no ha caído en algo evidente. Y es que para ser coherente con el pretexto de su cruzada, debería prohibir buena parte de la comida española. No creo que la chistorra, las croquetas, la morcilla, los bocadillos de calamares, la ensaladilla rusa, el mazapán o el turrón de Jijona tengan menos calorías y menos grasas que las sufridas hamburguesas. Temblad, por tanto, bares, restaurantes e industriales españoles de la restauración.

Los vascuences y los catalanes estarán a salvo, eso sí, porque Elena Salgado, que en el fondo de su corazoncito pijoprogre es sin duda una antiimperialista militante, mantendrá su lealtad inquebrantable hacia los pueblos oprimidos.

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