El Parlamento francés ha dado un paso sumamente interesante: ha decidido que a partir de junio del próximo año, todas sus infraestructuras de sistemas de información, los servidores y hasta los ordenadores personales de los parlamentarios funcionarán mediante software libre. La decisión cubre todo lo que un usuario puede querer hacer habitualmente, y asigna a dichas necesidades un abanico de programas de primer nivel. El sistema operativo, por ejemplo, estará basado en Linux, el sistema más seguro y que más rápido progresa en sus prestaciones gracias a la inmensa comunidad de desarrolladores que posee. La ofimática (documentos de texto, hojas de cálculo, presentaciones, etc.), se llevará a cabo mediante Open Office, una suite respaldada por importantes empresas y que utiliza formatos y estándares abiertos, garantizando así la compatibilidad y la accesibilidad en el tiempo más allá de las decisiones comerciales de ninguna marca. El acceso a Internet se realizará con Firefox, el navegador más agradable de uso, más seguro y que más rápidamente crece en su cuota de mercado, ese que ningún usuario abandona una vez que ha probado unas cuantas veces. E igualmente se utilizará un cliente de correo electrónico basado en software libre, que, al igual que la distribución de Linux finalmente escogida, está aún por determinar.
¿Qué razones llevan a un número cada vez mayor de instituciones, especialmente entre las de gestión pública, a realizar movimientos más o menos decididos de este tipo? En principio, una cuestión de dependencia: para cualquier entidad, depender demasiado de un único proveedor es algo que suele conllevar cierta preocupación. Si además ese proveedor es alguien que puede condicionar el acceso a la información que produce una institución, y que juega un papel fundamental en las posibilidades de actualización de algo que evoluciona tan rápido como la tecnología, la decisión pasa de representar una mera protección, a ser ya de naturaleza completamente estratégica. ¿Qué ocurre, por ejemplo, si dicho proveedor decidiese unilateralmente suspender el soporte a un producto determinado? ¿Deben las decisiones de actualización, cambio de versión o mejoras estar en manos del criterio de una empresa privada? ¿Qué ocurre cuando, por ejemplo, la funcionalidad que una institución busca es ofrecida por un proveedor diferente, y la arquitectura cerrada de nuestro proveedor no permite una fácil integración de la misma? En realidad, es casi una decisión de principios: ¿debe una institución, entre cuyas obligaciones se encuentra hacer un uso lo más eficiente posible de los fondos públicos, comprometerse a comprar un producto cerrado que no tiene posibilidad de abrir ni modificar? ¿Evitar la actuación de la mano invisible del mercado auto-restringiéndose a un proveedor en concreto que tiene "las llaves" del código? La comparación más clara sería que usted, por haber comprado un automóvil de determinada marca, tuviese expresamente prohibido abrir la tapa del motor o llevarlo a ningún taller diferente del de la propia marca, so pena de ser considerado un indeseable. A nadie escapa que una opción así, llevada al plano de una administración pública –o incluso en el plano personal– resulta una limitación decididamente poco deseable, y que sólo tenía sentido en un mundo, como el del siglo pasado, en el que la disponibilidad de programadores y expertos capaces de convertir ideas en código era tan limitada, que la "posesión" de los mismos podía ser considerada una fuente de ventaja competitiva.
Pero más allá de lo deseable o no de la imposición de limitaciones por decreto, hay un tema mucho más claro, mucho más sencillo de explicar: un puro criterio de eficiencia económica. Y es que la decisión de migrar debe analizarse con un contexto adecuado, y no como una simple fotografía fija. Por eso, aunque es obligado y de sentido común introducir costes como los inherentes a la propia migración y la formación de los usuarios, lo fundamental es tener en cuenta no sólo el momento en que hacemos el cambio, sino también la previsible evolución posterior. Y en este sentido, ¿cómo cree que estará mejor su organización? ¿Utilizando un producto que únicamente avanza u ofrece nuevas prestaciones cuando le interesa comercialmente a la empresa que se lo vendió, y que ha desarrollado y probado dichas funciones con las piezas disponibles en su limitada estructura, o utilizando algo que constantemente evoluciona, crece, mejora y se depura gracias a la actuación de una comunidad ilimitada de desarrolladores y usuarios que actúan de manera coordinada? Las recientes apuestas de empresas como Oracle y Microsoft por adquirir posiciones fuertes en el mundo del software libre indican que incluso esas empresas, antes adalides del software desarrollado de manera propietaria y comercializado dentro de una impenetrable caja negra, saben ya que el futuro no va por ahí. Ninguna compañía, por grande y potente que sea, puede competir contra una comunidad de desarrolladores y usuarios de este tipo.
La decisión del Parlamento francés tiene sentido, todo el sentido del mundo. No sólo económicamente a corto plazo, sino por pura y sencilla sostenibilidad. No hay ninguna plataforma que asegure tanto la compatibilidad futura, la disponibilidad de personal técnico, la incorporación de versiones y prestaciones futuras y la optimización de los costes asociados como una en la que de verdad se posibilite que la ley de mercado actúe en toda su magnitud, sin dependencias artificiales derivadas de quién posee la llave de qué. Y esta plataforma, esta auténtica filosofía, tiene un nombre: se llama software libre.