Turquía es un país donde apenas hay cristianos. La comunidad armenia, esquilmada salvajemente en tiempos no tan lejanos, es la más numerosa –entre 40.000 y 70.000 miembros–, pero insignificante en una república que supera de largo los 70 millones de habitantes. Los ortodoxos no pasan de los 3.000 en el país que alberga la ciudad que antaño fue meca de la ortodoxia cristiana. Católicos romanos hay muy pocos, tan pocos que Benedicto XVI podría, si se lo propusiese, saludarlos a todos personalmente durante su viaje. Ésta, y no otra, es la verdadera dimensión de la gira papal de estos días por Turquía. El Sumo Pontífice no hace política, no sabe de política y no quiere inmiscuirse en los asuntos que no corresponden a su prelatura.
La visita del Santo Padre a esta minúscula iglesia católica y a las pequeñas comunidades de cristianos ortodoxos, armenios y sirio-caldeos es la razón por la que Benedicto XVI se ha embarcado en un viaje relativamente peligroso a un lugar donde no es bien recibido. El Gobierno turco se ha esforzado en hacérselo saber a su llegada. Una reunión de puro trámite de tan sólo veinte minutos y en una sala del aeropuerto. Erdogan ha forzado el encuentro en estas circunstancias tan ridículas para que el Papa sepa a qué atenerse en el país que se dispone a visitar y, en segunda instancia, para capitalizar políticamente la fotografía con Benedicto XVI. De ahí que, nada más salir de la reunión haya anunciado que el Pontífice apoya la entrada de Turquía en la Unión Europea.
Nada más lejos de las intenciones del Papa que, por descontado, ni apoya ni critica el ingreso del país asiático en la Europa de los 25. El Papa se preocupa de cuestiones que poco o nada tienen que ver con los trapicheos de los burócratas de Bruselas pero esto, que parece de cajón, cuesta hacérselo entender a los que siguen considerando al Papa un jefe de Estado como cualquier otro.
Tayyip Erdogan, sin embargo, está muy al tanto de que su proyecto de integrar a Turquía en la Unión requiere ciertas dosis de mano izquierda abandonando, aunque sea momentáneamente, el islamismo moderado que vende de puertas adentro, el mismo que en el pasado le llevó a formar parte de algunas formaciones islamistas turcas no tan moderadas. El otro caramelo con el que Erdogan juega se lo ha dado Rodríguez Zapatero y no es otro que la célebre Alianza de Civilizaciones, un ideologema gestado en Teherán y reelaborado en el gabinete de Moncloa.
Frente al encaje de bolillos que ensaya el Gobierno turco, el Sumo Pontífice ofrece ecumenismo cristiano y diálogo pacífico con el resto de religiones. Un mensaje nítido y sencillo consistente en la tolerancia mutua basada en el diálogo interreligioso y el respeto a la libertad de culto. Algo que, al menos a nuestro presidente, ha de sonarle a chino porque pocos gobiernos hay en Occidente tan hostiles al cristianismo –que no al Islam– como el de Zapatero. Muy lejos de la posición de Erdogan que, si bien defiende (sólo desde 1998) con una mano la separación de la iglesia y el estado, con la otra practica un islamismo descafeinado que se condensa en las declaraciones que hizo el año pasado asegurando que "el Islam es el cemento y el factor más importante que une a nuestro pueblo".
Los que postulan una sociedad laica en Turquía se hacen cruces con esta y otras muchas manifestaciones de su primer ministro. Benedicto XVI, el denostado y difamado Papa Ratzinger, apuesta exactamente por lo contrario. Apuesta por marcar una divisoria entre las esferas de la sociedad civil y la religión, algo a años luz de lo que se estila, si no en Turquía, sí en los países de Oriente Medio. El Papa tiene mucho que decir en Turquía, un país aventajado, en el mismo linde de Oriente y Occidente, puente de dos mundos cuyo único futuro deseable es evolucionar hacia este lado de la civilización.