Absorbido el dictador en someter al país, encargó que le buscaran un doble que lo representase ante el pueblo, mientras él se consagraba enteramente a sus planes. Sus agentes recorrieron afanosos villas y ciudades, escrutando todos los rincones, buscando a un sujeto que sirviese al propósito. Finalmente, en la ciudad de León encontraron un zapatero, de gesto estereotipado y sonrisa congelada. Le afeitaron el bigote, y se hallaron con un perfecto doble del dictador. Voilà, se felicitaron, héte aquí el pelele que necesitábamos.
Una vez instalado en palacio, en sus momentos de ocio, que eran muchos, paseábase el zapatero por las dependencias de la casona y tomó gran afición por una estatua de la justicia que adornaba uno de los patios. Miraba embobado la simbólica matrona, de robustos senos, ojos vendados y balanza en equilibrio. Le intrigaba particularmente la venda en los ojos de la estatua, e inquirió a uno de los ayos que habían puesto a su servicio, si la señora estaba enferma de la vista, pues así la celaba. Respondió el criado que el negocio tenía muy otra explicación, pues la escultura significaba que la justicia debía hacerse sin acepción de persona, ciega a la opinión y sin otra consideración que la aplicación de la ley. "¿Sentencian, pues, los jueces, al margen de mi gusto y voluntad?", inquirió, con mirada helada. "No lo resistiré más; que le quiten la venda. No habrá justicia al margen de mis deseos".
Aquella tarde, en el cine del palacio, habían dispuesto la proyección de "Matar a un ruiseñor". El encargado de la programación había pensado que esta película sería del gusto del zapatero-dictador. El "talante" antirracista y de exaltación del diálogo y la convivencia armónica podían ser considerados verdaderos antecedentes de sus discursos y de sus nobles propósitos de "alianza de civilizaciones". Gregory Peck estaba soberbio, en la calurosa noche de Alabama, sentado en la mecedora del jardín, con el rifle a mano, para oponerse al linchamiento del pobre negro inocente. Sin duda, el zapatero-dictador se identificaría con el abogado justiciero. Craso error, equivocada previsión. Salió furioso. Por segunda vez en un mismo día pretendían convencerle de que la verdadera justicia ha de ser ciega a las circunstancias y presiones de la opinión. Abandonó la sala dando un portazo, y ordenó que cesasen al programador de cine del palacio.
Contrataron a otro. El palacio estaba revuelto y desconcertado. Como el zapatero y el dictador eran tan iguales, ni oficiales ni criados acertaban a distinguirlos. Creían vérselas con uno, pero desconfiaban de estar, en verdad, con el otro. Cuando el nuevo programador inquirió por los gustos del amo, no se atrevieron a pronunciarse. Y quiso el destino, siempre propicio a enredar, que al nuevo responsable del cine de palacio se le ocurriese proyectar "Vencedores o vencidos". Como el dictador no paraba de presumir de antifascista, le gustaría. Las películas de procesos criminales son muy entretenidas y, si como ésta, están basadas en hechos históricos muy ilustrativas.
El zapatero-dictador la siguió, no sin quejarse de su longitud. Lo que más le gustó fue el personaje del fiscal, que hace Richard Widmark. Pero no entendió muy bien por qué condenaban al personaje del juez, interpretado por Burt Lancaster. Aunque no le cayó bien el hombre, siempre con cara de vinagre, siempre a regar sus florecitas, preguntó a uno de sus ayudantes: "Oiga, ¿por qué condenaron al tío ese?". Emitió sentencias contra la verdad de los hechos según la suprema voluntad del Führer, Hitler, le contestó el oficial. "Ya, y qué hay de malo en ello. Esta película ha de ser americana; cosa de Bush. A partir de ahora, justicia con ojos muy abiertos a mi opinión, y películas españolas. Ya sabe, de Almodóvar, Pilar Bardem... E inviten a Otegi, Permach, De Juana... urge avanzar en el proceso de paz".