El Gobierno de Rodríguez Zapatero tiene bien claro que quiere cambiar radicalmente España, pero que todos los cambios no se podrán hacer realidad al mismo tiempo.
En el terreno de la política exterior Zapatero ha apostado con su característica ambigua claridad por la Alianza de Civilizaciones. Se trata de elevar a rango internacional el Pacto de Perpiñán. Nosotros nos comprometemos a pagar el impuesto revolucionario –en forma de ayuda al desarrollo, cooperación internacional...– y a no molestarles con impertinencias sobre la necesidad de respetar los derechos humanos o democratizar sus regímenes y ellos, a cambio, apuntan en otra dirección. Sin embargo, nuestra pertenencia a la Unión Europea y a la Alianza Atlántica nos obliga a demostrar nuestra solidaridad y nuestra condición de aliado fiel y eso no siempre resulta fácil de compatibilizar.
Cuando Felipe González congeló el ingreso de España en la OTAN, después de una agria campaña en la que los socialistas no se privaron de decir cuantas estupideces se les pasaron por la cabeza, ignorando cuáles eran los intereses de España en esa particular tesitura, se encontró con una fría recepción en Europa y Estados Unidos. Para salir del atolladero decidió tratar de compensar lo dicho y hecho mediante una activa presencia de nuestras tropas en operaciones de paz.
Zapatero provocó una humillante y apresurada retirada de nuestras tropas estacionadas en Irak. Tanto en Europa como en Estados Unidos el hecho se vivió con estupor. Ese no era el comportamiento de un aliado. De prisa y corriendo Bono trató de calmar las aguas y dar garantías de que España continuaba siendo un aliado creíble. Para ello utilizó a nuestro destacamento en Afganistán. El contingente fue aumentado y se asumieron competencias relevantes sobre un sector del territorio. Se calmaba a un lado, pero a costa de enervar al otro. Al-Qaeda vinculó, entre otras causas, el atentado del 11-M a la presencia española en Afganistán. Los talibanes, que tienen su propia agenda, ven a los españoles como aliados del gobierno de Karzai y como agentes de la penetración de los corruptos valores occidentales en su país. Somos, por lo tanto, objetivo y ya se han producido episodios violentos.
Tras la asunción de mayores responsabilidades sobre la estabilización de Afganistán por parte de la OTAN, los enfrentamientos entre talibanes y fuerzas de la Alianza se han incrementado. Empieza a resultar difícil aceptar que unos soldados cumplan misiones tranquilas en determinadas partes del territorio y otros –canadienses, británicos, holandeses, daneses y norteamericanos– vivan día tras día acciones de guerra contra patrullas talibanes, sin que el comandante en jefe pueda ordenar rotaciones.
¿Cómo resolver esta contradicción de intereses? La respuesta está en Carod Rovira y en su magnífico Pacto de Perpiñán. Puesto que nuestro Gobierno ha dado garantías a la ciudadanía de que nuestros soldados no corren riesgo y de que su misión es pacífica, puesto que para los socialistas es inaceptable que se produzcan bajas, se ha hecho lo que cabía esperar: enviar a nuestros responsables de inteligencia para que lleguen a acuerdos con los jefes locales y personajes vinculados al mundo talibán que garanticen el bienestar de nuestros hombres. Ellos no nos atacan y nosotros nos comprometemos a no molestarles, que apunten hacia otro lado. ¡Faltaría más! Esa es nuestra forma de respetar las resoluciones del Consejo de Seguridad, porque la España de ZP sí que apoya a Naciones Unidas. Esa es nuestra forma de entender la Alianza Atlántica y la solidaridad entre sus miembros. Esa es nuestra forma de ayudar a la reconstrucción de Afganistán. Esa es, en fin, nuestra forma de combatir el terrorismo.
Visto lo visto en Afganistán, ¿de qué pudieron hablar Moratinos y Assad en Damasco? ¿Podemos confiar en que nuestras tropas en Líbano van a cumplir lo estipulado en la resolución 1701 del Consejo de Seguridad? ¿Van a impedir que Hezbolá se rearme y se reorganice? ¿Van a asumir el riesgo de entrar en acciones de combate? La fidelidad al modelo de Perpiñán apunta en otra dirección, la de buscar un acuerdo con las milicias islamistas por el que nosotros no les molestamos y ellos apuntan en otra dirección. Esa sería, de nuevo, nuestra forma de entender el respeto a las resoluciones del Consejo de Seguridad y a la propia Alianza Atlántica.
Resulta triste constatar que fuera de nuestras fronteras estos hechos causan limitado escándalo, porque de nuestro gobierno no se esperaba otra cosa. Perdemos crédito fuera y, a cambio, no ganamos seguridad. La cobardía de nuestros gobernantes no evita el desprecio de los islamistas, por ser corruptos y degenerados occidentales, pero su disposición a ceder les anima a nuevos actos en nuestra contra.