Al emerger otra "realidad nacional" –Cataluña es definida en el nuevo Estatuto como "nación" y como "realidad nacional"– de las aguas de aquello que sobre el devaluado papel constitucional sigue siendo una nación, he de recurrir a San Cosme. Según el cuento de Joselín, con ocasión de la romería de aquel santo en un pueblo de Galicia, visitaban unos forasteros la ermita a él dedicada. Fue guiándolos el monaguillo por los rincones del templo, echándole al asunto mucha labia. Cuando llegaron ante un sepulcro, señaló una calavera que allí se encontraba y dijo que era la del propio santo. Junto a ella, había otro cráneo de menor tamaño y uno de los visitantes quiso saber de quién era. "Esa, señor –dijo el guía con tono de suficiencia–, esa é a calivera de San Cosme cando era pequeno". Pues bien: la existencia de naciones en el seno de una nación reconocida como único sujeto constituyente en la Carta Magna, pertenece al mismo reino de lo absurdo que la salida del monaguillo del cuento.
Llámese a esas naciones pequeñas con el eufemismo que se quiera, escóltense si se desea de votos por la unidad de España que sólo acentúan el estrabismo que produce la lectura de las fórmulas. Da exactamente igual cómo se revista, enmascare, encuadre y adorne. Si España es una nación no puede albergar a otras naciones. Dicho de otro modo: sólo si no fuera una nación sería posible, pero entonces no tendríamos una nación de naciones como dicen algunas luminarias, sino otra cosa. Como es sabido, los nacionalistas no reconocen a España como nación. En eso son coherentes. El PSOE y ahora, por lo cocinado en los hornos andaluces, también el PP, no.
En Andalucía han rescatado un fósil de 1919 para poder incrustar la cuña deseada por los socialistas, que tras promover el Estatuto catalán y mientras llega la faena vasca, hacen lo que decía el general Eisenhower: si no puedes resolver un problema, agrándalo. Aquí con efectos deletéreos. Un nanosegundo después del consenso, ya proclamaba Chaves que finalmente el PP había pasado por el aro de la realidad. De la irreal realidad nacional que han alumbrado en aras, según el PP, del mal menor. Pero, ¿no es el objetivo, y el mayor mal, de esta camada de cambios estatutarios introducir abiertamente o de macuto la calavera de San Cosme cuando era pequeño? Al minuto siguiente, se decía en Galicia que así se desbloqueaba el "Estatuto de nación". El fósil, en este caso, será lírico-musical y mitológico: el himno gallego que nos hace hijos nacionales del céltico Breogán.
Nadie quiere ser menos que nadie. ¡A ver! Y menos que nadie las castas dirigentes regionales. El poder quiere más poder. Hacen creer a los ciudadanos que hay que ponerse el entorchado de nación para que caiga el premio gordo, en lugar de advertirles de que ese juego acaba con la lotería. Se apuntan con irresponsable frenesí a la carrera de "tonto el último" abierta por quienes no tienen intención alguna de sostener el proyecto común. Que los nacionalistas empujen hacia ese precipicio, se entiende. Que Zapatero introduzca en el sistema nuevas cargas explosivas de efectos más o menos retardados tampoco mueve a la extrañeza. Él y su corte creen que ganarán con el derribo. Pero, ¿y el PP? Pues al PP le pasa como a la que tiene dos novios a la vez. Está en dos dinámicas distintas que finalmente acaban siendo contrapuestas. Resulta así que los dos grandes partidos nacionales no sólo no han frenado la germinación de las semillas disgregadoras que se sembraron en la Constitución en el ingenuo y vano deseo de integrar a los nacionalistas. Ahora están plantando en los Estatutos, y bien creciditas, las especies que culminarán esa labor depredadora y divisiva. Sobre la sepultura de las libertades que se está cavando habrá, como en la de San Cosme, dos cráneos. Privilegiados.