Con la decisión de la juez Gallego de llamar como imputado a Francisco Ramírez, el jefe de los tres peritos que denunciaron que uno de sus informes había sido mutilado, el caso de la falsificación vuelve a su cauce natural. Después de la publicación en El Mundo del informe original y el alterado, el Gobierno y sus aliados han intentado defenderse de dos maneras. La primera fue intentar hacer pasar el texto de los peritos como un "borrador", algo que resulta difícil mantener en pie. Pero luego fue peor. Luego, llegó Garzón.
El juez que emplea ácido bórico para que no le huelan los pies se abalanzó sobre un caso que no es el suyo, con la complicidad inicial de una Fiscalía que finalmente tuvo que recular ante el rapapolvos de la Sala de lo Penal. Durante la instrucción del mismo decidió acusar a los tres peritos de ser ellos los falsificadores. Pese a que la única razón que ofreció para imputarles fue que habían vuelto a imprimir y firmar el documento más de un año después de que lo hicieran por primera vez, algo que supo a raíz del segundo de los testimonios, llamó como testigo y no como imputado al tercer perito para impedir que lo acompañara un abogado, como marca la ley. Todo ello en un clima de coacción curiosamente ausente del interrogatorio al policía Ramírez, el ahora imputado en el Juzgado de Instrucción número 35 de Madrid.
Aquellas actuaciones eran cortinas de humo, como lo fueron los autos en los que, ya sin el caso en las manos, Garzón insistió en seguir inmiscuyéndose volviendo a traer a escena el ahora famoso ácido bórico. Como defendimos en Libertad Digital desde el día en que saltó el escándalo, esa no es la cuestión ni lo ha sido nunca. Lo que provoca estupor y miedo a partes iguales es lo lejos que está dispuesto a llegar el Gobierno en su empeño de borrar cualquier rastro de ETA, por pequeño que sea, en el sumario del 11-M. Si incluso algo tan nimio puede provocar que un funcionario arriesgue su carrera –y algo más– por borrarlo de los informes oficiales, ¿qué más nos habrán ocultado?
Es posible que esta campaña gubernamental para alejar a ETA del 11-M no tenga más razón de ser que evitar toda sospecha sobre la banda terrorista en un momento en que se intenta dulcificar su imagen para pactar con ellos acuerdos inconfesables sobre los que, de hecho, el Gobierno se niega a hablar. Puede que ETA no tuviera nada que ver con los atentados. Pero con ocultaciones como ésta lo único que lograrán Rubalcaba y los suyos es incrementar las dudas de la opinión pública y hacerla sospechar. Si realmente, como todos desearíamos, el PSOE no tiene nada que ocultar con respecto al 11-M, debería dejar de poner trabas y dejar vía libre no sólo a las investigaciones periodísticas sino también, y especialmente, a las policiales. Mientras no lo haga los españoles tendrán el derecho, y el deber, de sospechar.
Lo que sí está claro después de estas semanas es que la relación de Garzón con la justicia es meramente anecdótica. Para el juez, lo importante es él mismo. Si para sus fines personales conviene favorecer la causa de la ley, lo hará; pero si no es así, pasará por encima de ella con el mismo interés con que antes la defendió. Ya pudo verse con los GAL, pero su posterior actividad contra ETA llevó a muchos ingenuos a absolverlo. Seguir haciéndolo después de estas vergonzosas semanas no será candidez sino ceguera, o simple connivencia. Garzón, como servidor de la justicia, está ya muerto y enterrado. Desgraciadamente, como político destacado en el Poder Judicial seguirá dando guerra.