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Jorge Vilches

Pega, que algo queda

No estaría mal, vamos, el poder decir, como el clásico inglés, que si alguien llama a tu puerta de madrugada sabes que es el lechero, no los militantes de otro partido.

La tensión política que padecemos en los últimos años, anterior al 14-M, ha ido acompañada de una violencia no por usual menos sorprendente. Me refiero a la facilidad con que se encajan en nuestra sociedad los actos violentos que persiguen un objetivo político.

El oír a la vicepresidenta del Gobierno condenar la violencia contra el PP en Martorell, pero justificarla por el grado de crispación, no compensa la oportuna calificación de Maragall de esos tipos como "fascistas". Y cuando se leen las declaraciones de algunos políticos catalanes, aún es peor. Montilla lo condena, pero dice que hay que respetar al "PP y a sus militantes porque también son catalanes". ¿Si no fueran "catalanes" no serían respetables? O Durán Lleida, portavoz de CiU, afirmando, desde su humanismo cristiano, que los violentos son "bobos" porque con su actitud dan votos al PP. ¿Si su violencia quitara votos al PP serían "listos"? Y el inevitable Carod Rovira concluyendo que no es para tanto: al final el PP pudo celebrar el acto político. Eso es, que hay que felicitarlos. El colofón lo pone Jordi López Forn, el jefe de la banda socialista en Martorell, que con su manifiesto tanto recuerda a los islamistas y a otros totalitarios al uso: la violación de la libertad está justificada si con ello se hace un "servicio" a la "comunidad".

Y es que ha resucitado la idea de que existe una violencia purificadora, que limpia las impurezas que deja el personaje señalado como "chivo expiatorio", alguien a quien responsabilizar de las frustraciones e impotencias de un "nosotros". El "chivo expiatorio" –el PP– es el responsable de actos contra "Cataluña" y, por tanto, está justificado que se impida, no ya el ejercicio de sus derechos, sino su presencia.

Esa figura del PP como "chivo expiatorio" se ha construido durante el gobierno del tripartito. Me refiero a la marginación del PP del juego político, no ya de forma implícita, sino por escrito en el pacto del Tinell; las declaraciones degradantes, de conmiseración, a la existencia de los populares en Cataluña; o actos como la firma de Mas, ante un notario, de un papel en el que se compromete a no pactar nunca con el PP. Y no hace mucho, responsables del PSC presentaban una campaña electoral en la que se podía leer que votar al PP era votar contra Cataluña.

Pedir la eliminación de la violencia política sería como defender la alianza de civilizaciones o la paz universal perpetua: una ingenuidad. Ahora bien, es inexcusable que en una democracia, deliberativa o liberal, el Estado no actúe con máxima contundencia para prevenir y reprimir esos actos, que los dirigentes políticos no condenen sin paliativos o que ni siquiera hagan una mínima labor de control de las maneras y personajes que habitan en las bases de sus partidos. No estaría mal, vamos, el poder decir, como el clásico inglés, que si alguien llama a tu puerta de madrugada sabes que es el lechero, no los militantes de otro partido.

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