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Cristina Losada

La confesión

"Es más fácil intimidar a un hombre durante la noche, pues su resistencia mental es menor", afirmaba ese asesino de masas y especialista en tortura psicológica. No hace falta leer al Che para saberlo. Sabía lo que se hacía el juez.

Lo transmitió la agencia Tass, y enseguida el Pravda y sus sucursales se hicieron eco: se había producido, al fin, la confesión. Así lo escribieron: "en el curso del interrogatorio, la perito se derrumbó y confesó". Sin embargo, lo que declaró se sabía desde el principio: que el documento lo habían vuelto a imprimir en una fecha posterior a su redacción. Lo firmaron de nuevo sin alterar una coma, y lo entregaron a su superior al percatarse de que no se había dado curso a su informe, sino a otro. Pero esos hechos no constituían información relevante. Hechos e información son siempre irrelevantes en las purgas. Lo significativo se encerraba en la palabra clave: la confesión. Era el elemento esencial, aquello que justificaba la sinrazón de que tres funcionarios honrados, con un historial impecable, hubieran sido acusados de un delito. Los periódicos al servicio del poder se encargaron de destacarla. Sólo el que es culpable confiesa. Tal era el mensaje.

Las acusaciones pueden ser falsas, inverosímiles, grotescas, incluso. Como lo fueron todas las que dieron pie a farsas judiciales que vio el pasado siglo y que todavía, y por siempre, espeluznan. Será que todas las purgas se parecen. Pero unas más que otras. Ésta, que protagonizan un juez Garzón en la senda de Vichinsky y un gobierno ansioso por imponer su ley del silencio sobre el 11-M, despide el hedor de los viejos procedimientos estalinistas. Y no conviene desdeñar el aprendizaje que cursaron en esa escuela algunos de los que hoy se sientan en las poltronas. En ese método repugnante, la acusación no ha de tener fundamento y los encausados pueden ser personas intachables con dieciocho años de profesión y mil informes correctos. Si es posible, claro, se deslizan descalificaciones: "reconoció que su especialidad es la pintura de coches". ¡Reconoció! Como si lo hubiera ocultado hasta entonces. Toda burla al derecho y al sentido común es posible, siempre que se logre introducir el término "confesión". Entonces, los hechos, las pruebas, los antecedentes, se difuminan bajo la poderosa luz que aquel irradia: culpable.

El juez Garzón arrancó la presunta "confesión" tras largas horas de nocturno interrogatorio, y sin presencia de abogados defensores, en la más añeja tradición de las dictaduras. El mismo Che instruía sobre sus ventajas. "Es más fácil intimidar a un hombre durante la noche, pues su resistencia mental es menor", afirmaba ese asesino de masas y especialista en tortura psicológica. No hace falta leer al Che para saberlo. Sabía lo que se hacía el juez. Así, los Pravda españoles podían regocijarse al día siguiente en las declaraciones "llenas de contradicciones" y degustar ese remedo de confesión que atribuyeron a la mujer. Cuando peligra la tapadera de las falsificaciones que trufan el caso del 11-M, no hay discriminación positiva que valga. Y no ha de preocuparse el juez, pues ninguna de las féminas que reclaman tal cosa levantará la voz para protestar por el maltrato y el abuso. Aunque tiene motivo para inquietarse por las consecuencias de sus actos quien empapela a tres policías decentes, permite actos de los proetarras y frena la investigación sobre el chivatazo que impidió detener a la red de extorsión de la banda terrorista.

Y el gobierno también. Ha transmitido a la opinión pública que un simple documento, en el que se informaba de una coincidencia entre lo hallado en casa de un presunto instigador del 11-M y en un piso franco de la banda terrorista ETA, es capaz de provocarle histeria.

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