Es norma universal de la izquierda mostrar cuando llega al poder un desmedido afán por penetrar y dominar la sociedad civil e intentar poner las instituciones al servicio de su proyecto político. Una vez la sociedad civil se encuentra amordazada y las instituciones doblegadas es mucho más fácil perpetuarse en el poder.
El PSOE es sin duda un especialista en ambas materias, como demostró durante los trece largos años del felipismo. Sólo una brutal crisis económica y una asfixiante corrupción permitieron una alternancia en el poder, y aún así la derrota de González fue sumamente ajustada.
La etapa de Zapatero no se diferencia en este aspecto excesivamente de la protagonizada por Felipe González, aunque el Gobierno actual de muestras de una mayor debilidad y probablemente menor pericia en sus maniobras. Sus intentos de poner las grandes empresas, ya sea el BBVA o Endesa, al servicio de sus intereses de partido se han encontrado con la resistencia de una sociedad civil fortalecida tras ocho años de Gobiernos del PP, hasta el punto de hacer fracasar las principales operaciones gubernamentales en el ámbito empresarial.
El intento de instrumentalización de las instituciones parece que va por igual camino. Es cierto que se han producido casos en el Cuerpo Nacional de Policía que ponen en evidencia la falta de escrúpulos para una utilización partidista de las fuerzas de seguridad. La detención ilegal de militantes de la oposición por el mero hecho de participar en una manifestación contraria al Gobierno resulta inverosímil en una sociedad democrática. El chivatazo policial a una organización terrorista sobre las investigaciones de un juez en torno a ella, como gesto de buena voluntad de cara a una negociación entre el Gobierno y los terroristas, resultaría en caso de ser probado otro hecho aberrante. La falsificación de informes policiales que resultaban contrarios a las tesis defendidas por el Gobierno, como aprecia la Audiencia Nacional en relación a un informe sobre el 11-M, raya en el delirio más absoluto.